Gent de Ciutat

Paquita Planas: «Cuando era pequeña, en Santa Catalina había sereno, y conocía a todas las familias del barrio»

Tiene noventa y un años y siempre ha vivido en el mismo barrio de Palma, Santa Catalina

Ha visto transformar la zona, pasando de un espacio de proximidad a otro que mira más hacia el turismo

En la imagen, Paquita Planas.

En la imagen, Paquita Planas. / Guillem Bosch

Pere Estelrich i Massutí

Pere Estelrich i Massutí

Catalinera de pro.

Sí, de toda la vida. Y a mucha honra. Mucha gente mayor me conoce, pues me siento del barrio. Nací aquí y de aquí no me he movido, solamente he cambiado de casa, pues pasé de la de mis padres a la que he habitado desde que me casé, hace casi setenta años. Sí, soy catalinera.

Un barrio que ha sufrido una transformación enorme.

Era un barrio marinero, no solamente de pescadores. En cada casa había alguien relacionado con el mar, muchos con graduación como capitanes, oficiales, maquinistas y demás. Delante de nuestra casa, un matrimonio tenía cinco hijos y todos trabajaban de marineros. Mi marido, que no era de aquí, también se dedicó a trabajar en el mar, pero como pescador.

Y la manera de vivir, ¿cómo ha cambiado durante todo este tiempo?

Lo que más me sorprende es ver cómo ha cambiado la autoridad de los padres. Cuando era pequeña, si mi padre o mi madre decían algo, pues esto iba a misa, no se podía discutir, tanto si te gustaba como si no. Le pondré un ejemplo: a mí no me gustaban los fideos y cuando mi madre los cocinaba y yo los dejaba en el plato, pues me los volvía a poner por la tarde. Y, además, se lo decía a la monja de la escuela, que a su vez me castigaba. Ya de mayor era impensable salir a pasear con un novio o amigo sin que tuvieras alguna persona acompañante, unos pasos detrás. Mire si han cambiado las maneras de vivir.

Hábleme de su época escolar.

Fui a un colegio de monjas franciscanas, aquí cerca, en Sant Magí. Teníamos clase incluso los sábados por la mañana. Y antes de irnos, debíamos fregar el aula, para dejarla limpia para el lunes.

¿Hasta qué edad fue a la escuela?

No me acuerdo con exactitud, pero sí recuerdo que fui dos o tres años más después de haber hecho la primera comunión, que en aquella época se hacía a los siete años. Una cosa curiosa que yo ya no viví, pero mi hermana mayor sí, fue que, en lugar de ir siempre a la escuela, algunas niñas del barrio iban a una casa particular para aprender las primeras letras. Y debían llevar su propia silla.

Y el teatro Mar y Tierra ¿no fue también escuela?

Sí, pero para niños. Y un poco mayores. Lo que hoy diríamos un instituto. Ni yo ni mi hermana fuimos. En cambio mi hermano sí.

Y esos fideos que dice que no le gustaban ¿dónde se compraban?

En el mercado, que ya existía, pero no como lo conocemos ahora. Los vendedores tenían las frutas y verduras en el suelo, en canastros y cestas. Eran otros tiempos. También íbamos a comprar a los diferentes comercios que había en el barrio, que estaba muy bien surtido, pues además de tiendas de comestibles había varios cafés, una lavandería en la que las familias iban a lavar la ropa, una panadería, Ca Sa Camena, una mercería —Ca Don Miquelet, muy conocida en Palma—, una droguería —Ca Don Pau, que tenía de todo, e incluso algunas carbonerías—. La panadería, la mercería y la droguería aún subsisten, con otros dueños, pero se han mantenido hasta ahora. Y una cosa que hoy no pasa: los comercios mantenían a sus empleados durante toda su vida, muchos empezaban como mozos y se jubilaban en la misma casa. Lo que no había en el barrio eran tiendas de ropa para hacer vestidos; debíamos ir a Can Salvà o a Can Ribas, un comercio en el que también comprábamos las mantas, que no eran muy bonitas pero que sí calentaban mucho.

Ha hablado de carbonerías.

Claro, pues cocinábamos con carbón y, para que no se apagase, alguien debía estar atento y atizar el fuego mientras se hacía la comida. En Santa Catalina no teníamos agua corriente; íbamos a buscarla a una fuente que había junto a nuestra casa.

¿Sus padres trabajaban?

Sí, los dos. Mi padre era pintor de casas y además trabajaba en un taller de pintores de la plaza del Rosario, de los de brocha gorda como suele decirse, y mi madre era la que limpiaba y arreglaba la caseta de los prácticos del puerto: les hacía las camas, les ordenaba las cosas... Cuidaba de este espacio. Era un buen trabajo que consiguió a través de un tío que de capitán de barco pasó a práctico. De mi padre aún conservo las facturas y las libretas en las que anotaba lo que cobraba y pagaba.

¿Cómo era el día a día?

Cuando era pequeña, en Santa Catalina había sereno, Mestre Tomeu, que conocía a todas las familias del barrio y que, si le avisabas, en casos extraordinarios te despertaba por la mañana; al levantarnos íbamos a la escuela, en casa ayudábamos, íbamos a comprar y, eso sí, podíamos jugar en la calle. Ahora bien, las fiestas eran otra cosa. Por Pascua, venía el Salpàs con un sacerdote y unos monaguillos a bendecir las casas. «Salpàs, enceneu el llum!», gritaban y entonces sabíamos que estaban cerca, así que lo preparábamos todo, encendíamos los cirios y una pequeña pila para el agua bendecida. También la fiesta de Sant Magí era muy importante. En la iglesia vivían unos cuantos sacerdotes y uno de ellos siempre estaba disponible, durmiendo en la sacristía, por si le necesitaban. Navidad también era una fiesta muy especial para los niños. Íbamos a comprar el turrón y los mazapanes a unos vendedores de Alicante que se instalaban en un portal de la calle Sant Nicolau, en el centro de Palma. Y sin hablar de la comida del día de Navidad, en la que cocinábamos un pavo que habíamos comprado vivo un tiempo antes y que alimentábamos con habas en el balcón de nuestra casa y que llevábamos a pasear por la calle. ¿Se imagina la fiesta que representaba para nosotros?

Y en eso que estalló la Guerra Civil.

Los primeros días no nos dejaban salir a la calle y mirábamos escondidos detrás de las persianas. Las calles desiertas, solamente pasaban algunas patrullas de militares que al vernos gritaban: «¡Por favor, aléjense de las ventanas!». Al principio pasamos una temporada en casa de unos familiares en Son Serra, cerca de unos muros en los que fusilaron a algunas personas. Nosotros, desde dentro, escuchábamos el ruido de las escopetas de los soldados. Una vez de regreso a Santa Catalina, unos meses después, empezaron los sonidos de las alarmas. Cuando sonaban, las familias nos íbamos al refugio que se encontraba en un garaje de la casa modernista de la calle Caro, esquina calle Pou. A mi padre, que no dejó de trabajar, lo reclutaron para hacer algunas guardias en La Hípica. Y una cosa que recuerdo, como si fuera de ahora mismo, es que durante la guerra teníamos que hacer cola para comprar cualquier cosa, fuera carne, azúcar, pan o tabaco.

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