La suerte de besar
¿Cómo que no hay churros?
Un grupo de turistas se presentó en una cafetería al grito de «¡Queremos churros!» y el propietario les respondió con un educado «Tenemos ensaimadas»
Estamos en una cafetería de un pueblo costero. Es un lugar auténtico y, desde primera hora, ves los pa amb olis pasar, las frituras de pescado (por aquello de que estamos al lado del mar), algún que otro bocata, un par de ensaimadas (por aquello de que estamos en Mallorca), cafés y cañas. Son las nueve y está a rebosar. Llega un grupo de treintañeros peninsulares con aspecto castizo. Se acercan a la barra: «Venimos a desayunar churros», dice uno. «Lo sentimos, pero no tenemos churros. Tenemos ensaimadas», le responde el propietario. «¿Cómo que no tenéis churros? ¡Estamos en España!», le replica enfadado el cliente. Fin de la historia.
Pensaba escribir sobre ciertos movimientos políticos de diferentes comunidades autónomas, de derechas o de izquierdas, pero todos enfermizos, que justifican y alientan que los ignorantes suelten cualquier improperio y se queden tan anchos. Pensaba escribir sobre cuánto me enerva que me digan cómo debo hablar, comportarme o qué debo comer. Pensaba escribir sobre la necesidad de que nos dejen vivir en paz, pero no. La escena de esos papanatas colonizadores me da que pensar sobre el perfil de turista, visitante o, simplemente, ser humano a quien le importa poco o nada el patrimonio del lugar que visita o habita. Entiéndase patrimonio por la gastronomía, las costumbres, el idioma o la población autóctona. Mala educación y falta de respeto en estado puro.
Trabajé en un despacho de abogados durante varios veranos. Acababa de cumplir los veinte y me aburría haciendo fotocopias, llevando documentación de aquí para allá, abriendo la puerta o contestando el teléfono con tono de operadora simpática y eficiente. Recuerdo a una pareja de alemanes que se estaba reformando una casa en uno de nuestros pueblos idílicos. Les pregunté cómo iba todo y pusieron los ojos en blanco. Se negaban a contratar a pintores, albañiles o carpinteros de la isla. Tenían que traer a especialistas de su país porque, palabras textuales, «los de aquí son poco profesionales, te timan y, siempre que pueden, hacen la siesta». Qué daño hacen los estereotipos. Mi venganza fue no ofrecerles un café. Y mi pregunta sigue siendo por qué permitir el desdén de algunos.
Por educación, si voy a otro país, intento dirigirme a los foráneos en su idioma. Tengo claro que, por mucho que sea turista y pague, ellos no tienen la obligación de comprenderme en mi lengua materna. Una comunidad autónoma bilingüe no es el enemigo. Es riqueza cultural. La diversidad nos hace mejores. Hacerle ascos a la gastronomía local denota falta de modales. Criticar que el pan es soso, que la miga es tupida, que los embutidos son pesados o que el bullit es una mala copia del cocido madrileño está fuera de lugar. Es molesto y poco adecuado.
Después del «¡Estamos en España!», expresión que se ha convertido en un mantra en los últimos tiempos, el propietario de la cafetería le dijo que, si querían, podían desayunar ensaimadas, que están muy buenas y que, además, son típicas. Y ellos, ofendidos, se dieron la vuelta y prosiguieron su camino hacia la búsqueda de la felicidad, que en su caso era un churro. Fin de la historia. Ahora sí.
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