La suerte de besar

Los últimos de la fila

Hay personas que se pasan la vida en la fila de delante. Puede que esa posición no sea resultado de un esfuerzo desmedido, sino que, simplemente, son esa clase de gente que brilla allá donde vaya por aptitudes muchas veces innatas

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Cuando todo el mundo va hacia la derecha, su primer impulso es ir a la izquierda. Ella lo corrige en cuestión de segundos, pero algunos espectadores ya la hemos visto. Todas las bailarinas hacen un grand plié y ella se queda en un demi plié forzado y desequilibrado. Y, así, podríamos enumerar distintos fallitos, todos muy sutiles, que hacen que en el festival de final de curso la hayan colocado en la fila de atrás y no en la de delante. Viéndola bailar recordé cuando me dieron el papel de hombre cazador en la obra Pedro y el lobo, de Sergei Prokofiev. Pensé, ilusa de mí, que me daban el personaje por ser alta, pero al profe se le escapó decirme que haciendo ese rol era más fácil disimular las torpezas. Hay personas que se pasan la vida en la fila de delante. Puede que lograr esa posición no sea resultado de un esfuerzo desmedido, sino que, simplemente, son esa clase de gente que brilla allá donde vaya por aptitudes muchas veces innatas. Suertudas ellas. Otras tienen bastante más difícil el ser protagonistas de algo. Podrían llegar a serlo, pero el coste y la dedicación son extremos y ni tan siquiera así asegurarían el éxito.

En el parque, un grupo de niños se dispone a formar equipos para jugar al fútbol. Hay dos capitanes que van eligiendo a sus integrantes. Se disputan a los mejores, hasta que quedan los que ya nadie quiere. Escucho a uno de los líderes resoplar: «Venga, vale, Gabrielito, tú te vienes con nosotros», dice. Gabrielito va con la cabeza gacha y arrastra los pies hacia donde está el resto del grupo. Nadie celebra su llegada. Todos saben que será más lento a la hora de recibir la pelota y que se la robarán con facilidad. Yo he sido Gabrielito muchas veces en mi vida. Sé lo que siente. Quiero ir a abrazarle. Quiero invitarle a un helado. Quiero decirle que mover una pelota con brío no le hace mejor ni peor y quiero desearle que encuentre un lugar, un deporte, un profesor o un buen amigo que sea capaz de ver todo lo que Gabrielito, seguro, puede hacer bien. Y quiero decirle que, a pesar de no encontrar nada de lo anterior, la vida continúa. A trompicones, pero continúa. Mientras, Gabrielito está de portero y encaja goles del equipo contrario y críticas y recriminaciones de sus compañeros. Pobre criatura.

Me pregunto qué se sentirá siendo la primera. La primera de la clase, de tu promoción, de la fila, la capitana del equipo. Qué se sentirá al ser siempre la primera opción. En el colegio, un amigo me pedía si quería ir a tomar algo con él porque Menganita y Zutanita ya le habían dicho que no antes. Jamás fui, pero no por falta de ganas, sino por una cuestión de autoestima. Por afinidad, le tengo querencia a los segundos, terceros y últimos de la fila. Es tanto mi cariño y mi solidaridad que mi cesta de la compra va siempre repleta de tomates, albaricoques o ciruelas de segunda categoría. Esos que nadie quiere porque no son los más resultones ni los más bonitos, pero que resultan ser siempre los más gustosos.

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