Veranos a la mallorquina que no volverán: "En Mallorca hay mucha gente que malvive con el turismo"

Cinco mallorquines explican cómo veraneaban antaño y cómo la llegada del turismo ha trastocado la tranquilidad y el sosiego de que disfrutaban

Masificación, ruido, música a todas horas, playas en las que es imposible encontrar un hueco, calas abarrotadas de embarcaciones, compras más caras, elevados alquileres, adquisiciones de viviendas imposibles... Los veraneos tranquilos y apacibles de Mallorca ya forman parte del pasado. Este diario ha hablado con cinco mallorquines que, pese a todo, se mantienen fieles a los lugares en los que han pasado los estíos felices de su infancia y que, ahora, reclaman «civismo» y respeto a los visitantes por el simple hecho de que «nosotros estábamos antes» y que a los defensores de este monocultivo productivo les recuerdan que «también hay mucha gente en Mallorca que malvive con el turismo».

Maria, residente en Palma, no ha interrumpido su estrecha relación con la Colònia de Sant Jordi, ese lugar de veraneo tradicional no solo de palmesanos, sino también de vecinos de Porreres y Montuïri. «Mi madre es de ses Salines y a mi me bautizaron en la Colònia», esgrime dos argumentos incontestables para no haber faltado ninguno de sus 42 veraneos a su cita con la tranquilidad y sosiego que disfrutaban antaño los mallorquines.

«Siempre se echa en falta la alegría de la infancia y la adolescencia», admite Maria rememorando esa playa de es Carbó con muy poca gente y toda conocida, sin apenas barcas y, sobre todo, sin esa música que hoy lo perturba todo.

«La Colònia en mi niñez eran cuatro calles sin asfaltar dónde aprendías a montar en bici a costa de moratones y rasponazos al caerte sobre la gravilla», apunta con nostalgia aunque señalando que no pretende vivir anclada en el pasado, sin que nada cambie, aunque sí señala que le molesta mucho «el incivismo» actual con música a todas horas que ha provocado que se haya creado una plataforma contra el ruido.

Ante estas actitudes, Maria, en defensa de los tradicionales días de asueto familiares, subraya que «es que yo estaba antes. Hay bares y restaurantes que funcionan como auténticas discotecas. La tranquilidad de antaño ha desaparecido. Y es que una ordenanza municipal permite a los bares ofrecer dos veces por semana música en directo durante el verano siempre que no sea muy estridente. Se trata de una condición muy subjetiva y además los establecimientos se turnan y tenemos música prácticamente todos los días», lamenta Maria.

Esta vecina de la Colònia colgó recientemente un comentario en las redes sociales que provocó que le tildaran de elitista. «Tan solo dije que al final seríamos como la playa de Palma. Y no es nada elitista, es la realidad. Mucha gente de esa zona se ha tenido que ir porque se ha ido degradando año tras año sin que nadie hiciera nada. Y no quiero tener que irme de aquí por no haber hecho nada para intentar mantener aquí el turismo familiar de toda la vida», se conjura.

Miquel Àngel Lobo vive en Portocolom una situación prácticamente calcada a la de Maria. La población de esta localidad, que en la infancia de Miquel Àngel contaba con una sola escuela, ha crecido de forma desmesurada.

Miquel Àngel cree que los problemas se han agravado con la llegada del alquiler turístico: «Cada vez ves a más gente caminando con sus maletas por el pueblo que se meten en viviendas sin ningún distintivo de alquiler vacacional. Anteriormente el pueblo tenía dos zonas bien diferenciadas, una dónde estaban los hoteles y otra en la que vivíamos la gente del pueblo. Pero ahora todo se ha desbordado, hay un montón de plazas ilegales».

Recuerda este vecino de Portocolom cuando era habitual ir toda la familia a s’Arenal gran o platja de ses homes o s’Arenal petit o de ses dones a pasar el día e incluso a cenar a la fresca en las noches más tórridas del verano. «Hoy en día están totalmente abarrotadas y hay un chiringuito con muchas mesas, sillas y hamacas que ocupan toda la zona de sombra de la playa», denuncia. 

Portocolom gozaba antes de familias de veraneantes fieles procedentes de Palma y Felanitx y un turismo familiar de la península y de Europa. El turismo es ahora más joven y con ganas de más juerga y está ocasionando, en opinión de Miquel Àngel, un verdadero problema social.

«Los precios de los alquileres ya no se pueden pagar, de la misma manera que comprar una casa hoy en día es una tarea imposible. La gente de aquí no puede competir con la gente del norte de Europa que tienen un poder adquisitivo mucho más alto. Y también la vida se ha encarecido. Lo notas al ir a comprar o al salir a cenar. Algunos quizá sí se estén beneficiando de esta situación, pero no así la inmensa mayoría del pueblo. Y es que hay que dejar bien claro que no todo el mundo vive del turismo. Hay mucha gente que malvive por el turismo», sentencia.

Jaume Cabrer es un artanenc que lleva 72 años pasando los veranos en la Colònia de Sant Pere. Desde bien pequeñito recuerda cómo iba con su madre a veranear a casa de su abuela. «En aquel momento la Colònia era un núcleo agrícola familiar, prácticamente todos éramos familia», recuerda. Las viviendas eran unifamiliares y aunque en aquellos años eran caras, había posibilidades de poderlas adquirir. 

En los últimos años, se ha convertido en una zona de moda, sobre todo para gente extranjera adinerada que huyen de zonas turísticas masificadas. Esto ha provocado una enorme alza de los precios. «Comprar una casa aquí actualmente es prohibitivo», asegura. «Lo mismo pasa con la cesta de la compra que, para llenarla, sale mas rentable acudir a Capdepera o Can Picafort. Algo parecido ocurre con el puerto deportivo, que llegó con el turismo y que de sus 50 socios iniciales ha pasado casi al millar y ya es insuficiente para atender todas las peticiones de amarres. Ademas ha generado un problema de tránsito marítimo, cada vez hay mas accidentes». A pesar de la masificación y sus inconvenientes como las restricciones de agua potable en verano o la dificultad para reservar una mesa para cenar, Jaume asegura que seguirá fiel a sus veranos en sa Colònia.

Pep Prieto es un serverí que pasa los veranos en Cala Bona desde hace seis décadas, cuando era un pequeño puerto de pescadores donde residían unas pocas familias en viviendas unifamiliares situadas en el entorno portuario. Recuerda con nostalgia cómo nadaban allí o las tertulias veraniegas de las familias compartiendo comida o unas sandias y melones de cultivo propio. Recuerda que, junto a su pandilla, iban a misa en el pinar y seguidamente a tomar un helado en la heladería de Can Mayol o a comer unas patatas a Can Xisco. 

Con el paso de los años, el turismo fue creciendo y aquella vieja pedanía se convirtió en un centro turístico. Las viejas casas se han convertido en locales comerciales. «El veraneo familiar ya no existe, han desaparecido las mecedoras de los vecinos tomando el fresco», lamenta.

La zona también ha vivido muchos cambios en estas ultimas décadas. Afortunadamente, la peatonalización de la primera línea y el crecimiento no desmesurado del puerto gracias a la movilización social han ayudado a contener la masificación turística.

Pese a ello, los locales comerciales están llenos y muchas veces se hace difícil encontrar un sitio donde ir. Aún así, Pep sigue fiel a su Cala Bona y piensa seguir veraneando allí hasta el final de sus días.

Para concluir este reportaje qué mejor que conocer la opinión de la decana de todos los entrevistados, Francisca Cerdà, que a sus 83 años pasea su mirada con nostalgia por un es Barcarés cuyos terrenos eran, en su práctica totalidad, propiedad de su abuela.

Sus recuerdos se remontan a mediados de los años cuarenta, cuando iban a buscar «figues, prunes, alcachofas rojas...teníamos un parral magnífico, comíamos tumbet i pa amb sobrassada y de las fincas se extrajo la piedra de marés con la que se construyó la iglesia del Port de Pollença».

También recuerda cómo su abuela comenzó a vender solares por precios que hoy darían risa: 70.000 pesetas, aunque Francisca prefiere hablar de 14.000 duros, 15.000, 3.000...

Pero ella ha mantenido el suficiente terreno para sí misma y sus hijos porque, subraya, «no quiero perder esto nunca». Preguntada por el auge del turismo y las molestias que conlleva, Francisca le resta importancia. Tan solo comenta que «hay más gente que pasa, pero yo siempre me he llevado bien con mis vecinos. Es una lástima que los viejos ya no estén, quedamos pocos», concluye haciendo gala de la seña de identidad de los mallorquines, la resiliencia, su capacidad de adaptarse a las adversidades en espera de mejores tiempos.

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