Desde el siglo XX

La catedral de Mallorca hace caja con las cenizas de los muertos

Se les sublevó Lutero, y sigue erre que erre: la Santa Madre Iglesia no pierde oportunidad de llenar sus arcas,

sea con las indulgencias y ahora con el columbario de la Seu

Columbario de la Seu.

Columbario de la Seu. / BERNARDO ARZAYUS

José Jaume

José Jaume

Discurrieron siglos en los que los cadáveres de principales personas eran inhumadas en las catedrales, póstumo honor extensivo a quien podía pagarse el dispendio que para hacerse acreedor al mismo estipulaba la Santa Madre Iglesia Católica Romana (la única verdadera). Las exigencias de la salubridad pública acabaron con tan poco higiénica costumbre: los efluvios llegaban a ser francamente molestos. Las epidemias, que no eran castigo divino, sino resultado de mucha ignorancia, acabaron por convencer a los munícipes que mucho mejor resultaba llevar los despojos humanos a los camposantos, dándoles tierra en lugar también sagrado (los suicidas quedaban excluidos, al igual que demás excomulgados), con lo que el negocio no se perdió del todo. Hete aquí que ahora, entrada la tercera década del siglo XXI, el señor obispo de la Diócesis, su ilustrísimo monseñor Taltavull, que está en trance de jubilación, después de haberse ciscado como corresponde el orden de vacunación para prevenir la Covid, ha cavilado, es de suponer que en armonía con el Cabildo, que las cenizas de los muertos, cuyos familiares lo deseen y estén en condiciones de pagarse la caprichada, podrán ser depositadas en el nuevo columbario abierto en la catedral de Mallorca. El módico precio para hacer realidad el estar por toda la eternidad (es un decir, en cinco mil millones de años el sol achicharrará el planeta Tierra) cerca de las tumbas de los reyes de Mallorca y otros prohombres ilustres, se sitúa en la asequible suma de tres mil euros. Abonada tal cantidad los deudos del difunto pueden acceder con sus cenizas al columbario para depositarlas en él. Su capacidad es de 150 nichos en los que caben, cómodamente, de dos a cuatro urnas. Un católico lujo, muy de acuerdo con la tradición de la Iglesia, que siempre, en todo momento y lugar, no ha dejado de velar por sus terrenales intereses; como afirmó alguien bastante desengañado de lo que en ella vivió: «la Iglesia católica ha sido casi siempre un fin en sí misma; poco ha preservado del magnífico mensaje contenido en los Evangelios».

No desesperemos, parece que lo que pretende la catedral de Mallorca al abrir a los fieles difuntos (el pago corre a cargo de los fieles vivos) su columbario es facilitar un lugar de recogimiento y oración, en el que las familias y los feligreses, así, en general, puedan visitar y orar por sus seres queridos que han pasado a mejor vida en un horario previamente establecido, con lo que se mantendrán los vínculos espirituales y emocionales. Loables propósitos, sin duda.

Precisión de interés: el de la Seo mallorquina no es el primer columbario español, otras diócesis, como la de San Sebastián, abrió el suyo en 2013 y la de Vitoria hizo lo propio en 2020. La muy católica Vasconia (Eta nació en las sacristías de sus iglesias) ha sido una adelantada en las Españas.

A todo eso, los obispos patrios descargan sus furias contra las leyes del aborto y la eutanasia. La nutrida nómina de ilustrísimas que execran con escaso disimulo al papa Francisco, tenido por irrecuperable hereje, no cejan en su baldío empeño de recristianizar a la patria eterna asolada por el virus del laicismo, que todo lo contamina. El nacional catolicismo, en sus modalidades española, vasca, catalana o mallorquina, sigue en sus trece. Los clérigos nacionalistas mallorquines, que siempre sintieron gran simpatía hacia el primigenio PSM (hoy no acaba de saberse dónde están y lo que anhelan), no se atreven a alzar la voz, como sí hacen los obispos Munilla, desterrado por tierras de Alicante; Reig Pla, descabalgado de Alcalá de Henares; el cardenal Cañizares, jubilado de la archidiócesis de Valencia, o el que fue considerado «vicepapa» plenipotenciario, en los tiempos del polaco Wojtyla, Antonio María Rouco Varela, que hoy tiene cerradas a cal y canto las puertas de los palacios apostólicos, por los que paseó altivo su poder para hacer los nombramientos que le vino en gana, hasta el punto de dejar estupendamente colocado a su sobrino.

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