Estamos conectados con el mundo, todo el día, a todas horas. Manoseamos durante unos segundos el Smartphone y recibimos quinientas felicitaciones, algunas de encantadores desconocidos. Dos toques en la pantalla táctil y nos llegan noticias del amigo que pasa las vacaciones de Navidad en un remoto país asiático. Hemos viajado mucho en los últimos años, casi siempre con prisas, pero con el tiempo suficiente para atisbar de lejos la pobreza en algunos destinos exóticos. Esa mirada breve empaña un poco nuestra imagen de turistas privilegiados en el espejo de la habitación del hotel, y no profundizamos en ella para evitar que el recuerdo escueza demasiado al regreso. En unos días las heridas sanan, y tampoco vamos a pretender solucionar problemas que nos cogen a ocho mil kilómetros, porque bastante tenemos ahora con llegar a fin de mes. La cosa se complica cuando te enteras que en tu ciudad hay niños de diez años que no han recibido un regalo navideño en su vida. Si además les pones cara, ojos y voz a los infantes, la maniobra de distracción de la conciencia se torna imposible.

Carmen recibió esta bofetada moral hace unos años, en un centro de acogida de menores de la Asociación Padre Montalvo. Carmen es de familia acomodada, con apellido mallorquín de rancio abolengo. Pudo entonces agarrar un avión para pasar dos semanas en la India, en Guinea o en Perú, repartir unos donativos a misioneros y oenegés varias, y regresar tranquila y feliz a su cama en Can lo que sea. Pero lo que hizo fue pedir a la veintena de niños de aquella casa de acogida que redactaran sus cartas con los regalos que les hacían ilusión. Después repartió esas cartas entre sus amistades, con la condición que se encargaran de comprar a cada niño un regalo, sólo uno, de los que habían pedido. Al asunto se unió Fernando, su hermano, que se vistió de Papá Noel para entregar esos presentes a los niños, acompañado de amigos que también se disfrazaron para ayudar en la logística del reparto. La historia dura ya quince años, se repite cada navidad, y hay bofetadas para conseguir una de esas cartas.

Mientras escribo este artículo mi hija se ha quedado dormida en el sofá del salón. Me levanto para llevarla en brazos a su cama. Al recogerla siempre giro su cuerpo para que su cabeza quede en mi brazo derecho, porque así es más sencillo después ponerla sobre su almohada. A partir de cierta edad, es sorprendente el peso de un niño dormido, cuando se abandona confiado en los brazos de un adulto que le quiere. Sabe que no se va a caer, que no le vas a fallar, y se desploma sobre ti sin tan siquiera aferrarse a tu cuello, con su cabeza en tu hombro y los brazos colgando lacios. La tapo con el edredón, la acaricio en la frente, y cuando me separo ella frunce los labios en un apunte de beso que lanza al aire, porque sabe que siempre lo recojo al vuelo.

Vuelvo al ordenador y recuerdo que Carmen, durante unos años y mientras sus circunstancias personales se lo permitieron, acogía los fines de semana en su casa a niños desarraigados. Y la imagino las noches de los sábados levantando de su sofá el cuerpecito inerte de un chiquillo que no era su hijo, pero que también se desplomaba sobre ella porque aquel día era su ángel de la guarda y no le iba a fallar. Y es en ese momento cuando necesito con urgencia que alguien me explique qué modelo de estado, qué ideología política, qué patrón de justicia social es capaz de ofrecer a esa criatura, no unos regalos que se pagan con dinero, sino unos brazos, un hombro, una caricia nocturna y un beso recogido al vuelo. Como si esa justicia social pudiera ser pensada, desarrollada y ejecutada sólo por burócratas, y no por ciudadanos con o sin patrimonio, pero todos ricos en buenos sentimientos.

Criticar la caridad según las personas que la practican acarrea una injusticia moral casi tan severa como la que padecen las personas más indefensas de nuestra sociedad. Para algunos, la adscripción sociológica del benefactor determina la existencia de dos tipos de actos compasivos: las obras ejemplares, desinteresadas, y otras producidas en una lavandería industrial de conciencias, regentada por malvados que en realidad pretenden destruir sigilosamente el estado del bienestar. Esta es otra manifestación del exceso de ideología y desconfianza en el prójimo de una sociedad cada día más enferma, con un número creciente de individuos incapaces de reconocer la bondad de los demás sólo por el hecho de no ser o pensar como ellos.