Un olvido que puede ser el de Mallorca, en un futuro que no se antoja muy lejano y con todas las consecuencias que es dado imaginar. Porque la isla se va pareciendo a nuestros propios cuerpos cuando los años pasan sobre ellos: una incipiente devastación que irá a más; que jamás retrocede aunque, acostumbrados a convivir con ella, sólo ocasionalmente paremos mientes en lo que ha sucedido mientras andábamos en otras cosas. Esta arruga no estaba ayer, como quien dice. O aquí yo diría que había más pelo; vegetación…

Y ya se sabe que, llegados a un punto, cualquier cambio es a peor por lo que a la anatomía respecta. En cuanto a territorios otros que los carnales, la predeterminación no es tan clara y, sin embargo, a la vista está, sin que las cirugías conservadoras, con intención reparadora, sean mucho más que espejismos de lo que pudo ser. Ahí tenemos la conservación de la Serra de Tramuntana aunque, contemplada en su contexto, puro botox. Un algo del perdido esplendor que, por contraste, puede terminar por resultar patético, y es que, ¿se han fijado en esos labios, hinchados y tersos como salchichas, que subrayan las flacideces de la vecindad? Potingues, estiramientos o siliconas tópicas, no consiguen poner coto a las dinámicas del pelotazo, del lucro cortoplacista y luego ya se verá. Entretanto, quienes envejecemos ponemos el énfasis, ¡qué remedio!, en la belleza interior, la serenidad o la enriquecedora experiencia. Para Mallorca, y ante la imposibilidad de apelar a un subsuelo que nos guarde las esencias, pues el sol y la playa, que no son privativos de aquí ni serán para siempre esos irresistibles señuelos de los que hemos vivido.

No diré que la preservación pasaría por la ausencia de nosotros aunque, sin duda, de no existir algunos, mejor le iría a la isla. Me refiero a esos campos de golf que defiende Matutes, y que nos despidamos de congresos si no disponemos de uno en cada hotel de cinco estrellas. También se anuncia la regulación de urbanizaciones ilegales en suelo rústico y, en esta simbiosis de intereses político-económicos que nos es dado contemplar desde la banda como en ningún otro lugar (un balcón privilegiado), cada agresión al territorio es una nueva arruga en esa estética del deterioro que a veces se intenta paliar con el llamado "embellecimiento". Cuando se oye del embellecimiento es para echarse a temblar. Sin duda se apelaría al tal si finalmente se decidiese derribar el edificio de Gesa, y el embellecimiento ha justificado las esculturas –llamémoslas así para entendernos– que adornan algunas rotondas.

La erosión y el estropicio son, respecto a nuestras envolturas y siguiendo a Gil de Biedma, el único argumento de la obra, pero ningún imperativo obliga a hacer del territorio un remedo de nuestros propios cuerpos, de modo que extrapolar la servidumbre de la apariencia a esta Mallorca, pasaría por políticas otras que las del cemento, la tabla rasa y el embellecimiento peregrino. Porque la isla dirá finalmente de nosotros, como colectivo, mucho más que el rictus o la barriga de cada cual. Cada edificación y cada derribo, cada autovía sobredimensionada y cada ilegalidad consentida, no son hechos aislados sino que definen, por acumulación, nuestra interacción con cuanto nos rodea; nos define al igual que los gestos, y el diálogo con el medio es exponente de una postura intelectual que, en buena lógica, habríamos de poder justificar frente a nosotros mismos o, de ser interpelados, frente a quienes nos sucedan. Porque somos responsables por acción u omisión de un entorno que legaremos. Estamos por tanto frente a un compromiso social que trasciende la duración de nuestras biografías y, pese a ello, los miopes intereses imponen su dictado e hipotecan el porvenir de todos. Algo repetido hasta la saciedad sin que se atisbe modificación en esta decrepitud potenciada o cuando menos amparada.

Nuestros rostros ajados deben asumirse como la gabela que impone el hecho de existir, pero el daño de Mallorca no es consustancial, aunque sea más aparente y galopante que el de la carne mortal, y no me cabe duda, en sintonía con otros muchos, que con sólo un discreto repunte de la economía que hoy lastra cemento y excavadoras, volveremos a las andadas con brío renovado. En consecuencia, y a no tardar, nuestros visitantes cambiarán mayoritariamente sus destinos; en cuanto se tranquilice el panorama en lugares con iguales atractivos naturales y mejor conservación. Que los hay.

No nos vendrán a ver. Contemplaremos el desastre con ojos empañados, agraviados, acorralados… Definitivamente relegados, y nuestra queja será la misma que la que profieren muchos ancianos por razones otras que la imprevisión. Asilados por nuestra mala cabeza, y ya no habrá cosmética que valga. Un olvido merecido y que no tendrá perdón. Porque pudo haberse evitado cuando aún era tiempo.