Una imbatible esperanza

Francisco Suárez Riera.

«Si hay que hacer daño a un hombre, debe ser tan grave que no haya que temer su venganza». Así hablaba Maquiavelo y así piensa y actúa Israel. Quiere exterminar al pueblo palestino de la faz de este mundo. «Lo vamos a hacer», profetiza un bestial Netanyahu, travistiendo en bravata bíblica de consumo doméstico, una de las mortandades más espeluznantes de la historia. Para muestra, la recién «Masacre de la Harina», que añade al encarcelamiento, la tierra quemada y al derramamiento de sangre, la inanición masiva con premeditado y calculado asedio por hambre. 

En estas 8 décadas de constante y criminal empeño, Israel celebró como viles victorias la Nakbá en 1948. En 1967 la Guerra de los Seis Días. En los 70 el destierro de Arafat a Beirut. Y algo después, una vez recluido en Ramala, su miserable envenenamiento. Porque es muy intrigante la larga y selectiva lista de dirigentes palestinos asesinados con extravagante y pública impunidad por la muy sospechosa «inteligencia israelí». 

Y a pesar de todo ello, Gaza una pequeña franja de 41 por 12 km de ancho, hoy reducida a un enorme escombro, es un monumental símbolo de resistencia. En Gaza lo único que se mantiene en pie es el orgullo de todo un pueblo. Porque Israel, tras la ciega obsesión persecutoria de un fantasma levítico a quien culpar de su excepcional macabra existencia, está cayendo en el infame papel de un cancerbero sindiós, un sicario por cuenta ajena. Y mientras aniquila a niños, ancianos y mujeres en sus casas, calles, escuelas y hospitales. Cuando arrasa ciudades enteras en busca de supuestos escondrijos. Cada vez que corta el agua, el suministro eléctrico, el abastecimiento de combustible, el avituallamiento en forma atroz y a nivel absoluto. En todas esas extralimitaciones, no hace más que engrandecer el heroico mito de un pueblo con más vidas que el gato de Matusalén.

Porque la Historia también de memoria colectiva se nutre y medra. El recuerdo y reverencial legado de sobrevivir a tan crueles penalidades, se trasmite de padres a hijos y de hijos a nietos. Viaja de boca en boca como una caricia. Inverna en todo oído como sacra reliquia. Y fermenta en antídoto histórico contra cualquier «hegemón» de pacotilla bíblica.

Israel debería saber, más allá de la Torá y el Talmud, de otros pueblos que, aunque no vencieron en el campo de batalla, haciéndose con despiadada tierra ensangrentada, sí alcanzaron un noble asiento en la imperecedera memoria humana, fidedigna historia alternativa. Por la gran razón de que la sola persistencia sobre un aberrante energúmeno, desnuda su maldita e infame identidad.