LAS CUENTAS DE LA VIDA

Los grandes vacíos

Gobernar desde los intereses particulares de los partidos que conforman una coalición demasiado extensa tiene sus consecuencias

Alberto Núñez Feijóo.

Alberto Núñez Feijóo. / E.P.

Daniel Capó

Daniel Capó

Mientras Feijóo ve acercarse lentamente su destino, que no es por cierto presidir el próximo gobierno de España, Sánchez acelera la elaboración de un relato político que normalice la amnistía general del procés para desembocar quizás en una nueva transición. Ya se verá. Todo se verá, por supuesto, pero no antes de que suceda. Sánchez es un líder que se mueve bien en la ambigüedad y en la obediencia. La ambigüedad, que el dirigente socialista llama «cambios de opinión» y equivale a la cultura líquida y vaporosa derivada del cinismo contemporáneo, permite algo muy valioso en nuestro tiempo: saberse adaptar rápidamente a unas circunstancias cambiantes. Y hace posible a su vez girar a la derecha o a la izquierda, al centro o a la periferia, porque las connotaciones negativas de la ambigüedad se ocultan bajo el velo de un supuesto discernimiento. Frente a las ideologías llamémosle fuertes, la ambigüedad no nos encierra en una única perspectiva ni en un solo discurso. La pregunta que se plantea a continuación tiene que ver de su objetivo final. ¿Se trata del poder por el poder o del poder para algo? Todavía hoy cuesta saber qué piensa Pedro Sánchez sobre nuestro país, qué pretende construir o hacia dónde se encaminan sus decisiones.

El caso de Feijóo es distinto, aunque también inquietante. La ambigüedad en Feijóo adquiere rasgos de un galleguismo se diría que peculiar. No son tanto los cambios de opinión como un hermetismo acentuado por su semblante adusto. Lo más llamativo, sin embargo, no es precisamente esta característica de su personalidad, sino un asombroso vacío programático. El PP nacional da la sensación de no tener nada que decir sobre los principales problemas de nuestro país. Las propuestas económicas son insuficientes y con el freno puesto. No habla de libertades ni de la protección del ciudadano frente a la pesada burocracia del Estado. No habla con rigor de la educación, más allá de algunos tópicos. La reforma de la Administración, tras el notable deterioro sufrido en el periodo poscovid, o la reforma territorial o la insostenibilidad de las pensiones han sido temas sobre los que se ha pasado de puntillas, quizás por miedo ideológico, quizás por cálculo electoral. Pero, por mucho que pese una u otra cosa, sin un mínimo discurso de futuro tampoco ofrece ninguna esperanza. El hombre, que es un animal social, necesita de la palabra para construirse. Por ello mismo, el historiador John Lukacs solía repetir que debemos vigilar las ideas que tenemos, porque terminan convirtiéndose en realidad. Esta es una de las ventajas evidentes del creyente sobre el escéptico, del pensamiento fuerte sobre el pensamiento débil.

La ausencia programática de los populares es síntoma de una crisis ideológica que le confronta con sus múltiples demonios. Y este es un problema que se agravará también en un futuro próximo. Una derecha moderna no puede confundirse con el vacío de las obviedades ni con el temor a reivindicar sus ideas. Del mismo modo, el PSOE, que cuenta con el viento de cola del progresismo, terminará enfrentándose a las dudas que plantean sus propias contradicciones, cada vez más alejadas –me temo– de la centralidad. Gobernar desde los intereses particulares de los partidos que conforman una coalición demasiado extensa tiene sus consecuencias. Ninguna sencilla.

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