Una ibicenca fuera de Ibiza

Historia de tres estatuas; la memoria

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

La Navidad del 2015, la iglesia de San Antón en la madrileña calle Hortaleza, bajo gestión del rebelde con causas, padre Ángel —también presidente de Mensajeros de la Paz—, sorprendía al visitante con un Belén solidario donde las tradicionales figuras estaban reinterpretadas por refugiados. El portal, una improvisada carpa con dos padres mirando al suelo; un mapa de Europa sobre el que yacía la representación del Niño Jesús, boca abajo. Con su pantaloncito azul y su camiseta roja y la carita enterrada en la arena. Aquel Aylan Kurdi que escupiera el Mediterráneo meses atrás de vuelta a la orilla de Turquía y que la lente de la fotoperiodista turca Nilüfer Demir inmortalizó para sacudirnos a todos. Hay sacrilegios que valen la pena. Un año después San Antón trasladaba el nacimiento de Jesús a nuestros días y nos obligaba a ir a verlo a un cajero, entre cartones, ¿dónde, si no, dormiría hoy un pobre? Junto al Belén, la frase del papa Francisco: «No se puede tolerar que el Mediterráneo se convierta en un gran cementerio».

Los padres de Aylan huían de la guerra en Siria. Tras ser denegada la solicitud de asilo en Canadá, donde vivía su hermana, la desesperación los llevó a subir a un barco. Esperaban lograrlo desde Europa. A salvo. Pero la barcaza se hundió al poco de salir. 12 de los 23 que viajaban en ella murieron incluyendo al pequeño Aylan de tres años, su hermano Ghalib, de cinco y su madre, Rehana. De la familia Kurdi solo sobrevivió el padre, Abdullah, para recordar todos los días aquella noche en que sus hijos se le escurrieron de las manos.

La perturbadora imagen de Aylan se convirtió en icono del drama de la inmigración. Los políticos, en campaña —¿y cuándo no?—, se apresuraron a hacer promesas que jamás cumplieron y hasta de ver niños muertos supimos hacer callo hasta que otros niños, ahora rubios y de ojos azules, mucho más ¿como nosotros? de la guerra de Ucrania nos demostraron que el mapa de la vieja Europa tiene capacidad más que suficiente para acoger, pero también —maldita sea— una incomprensible y despiadada doble vara de medir, cuando nada más que el azar nos coloca en un lado u otro de la orilla. Como si habiendo ocupado ambos, no tuviéramos un deber con la memoria…

De un modo premonitorio, desde la playa del Rinconín, en Gijón, una estatua homenajeaba ya el dolor de Abdullah Kurdi en la figura de una mujer; una madre que mira al Atlántico como tantas otras miran al Mediterráneo. En su pedestal inaugural, una inscripción: «A las madres de nuestros migrantes que con sus vidas son surco profundo de nuestra España». Esta Madre del emigrante, mucho más conocida como La Lloca (loca) del Rinconín por su gesto descompuesto, el pelo despeinado por la brisa del mar hacia el que lanza un brazo, como tratando de tocar una vez más a los hijos que se fueron y que, tantas veces… no volverán. En Galicia a estas ‘locas’ se las conocía como ‘viudas de vivos’. Penélopes, siempre esperando a quienes se habían ido y se morían por volver; o a veces, simplemente, se morían.

El proyecto de la Loca, gestado en el primer Congreso de Sociedades Asturianas en 1958, vería la luz doce años después con donaciones de países como Cuba, México o Puerto Rico. Cómo no rendir homenaje al dolor de las madres de los emigrantes embarcados a las Américas, pero también a esos hijos que se fueron ultramar a la búsqueda de una vida mejor para ellos y para sostener a quienes quedaron.

Del otro lado del océano, en el malecón de Veracruz, México, la estatua de un hombre con su boina calada y su maleta —tal vez su hijo—. «En recuerdo de todos los emigrantes españoles que llegaron a México por este puerto en busca de un mejor futuro y que con su trabajo han contribuido a engrandecer a esta generosa y hospitalaria gran nación mexicana».

4,5 millones de españoles partieron en lo que se conoció como la ‘emigración en masa’. Tras el exilio transoceánico llegaría el provocado por la guerra y la dictadura. Por el hambre. 2.720.988 españoles según datos oficiales de la época, abandonaron las poblaciones rurales empobrecidas para vivir, a veces, en asentamientos y chabolas en las periferias de las grandes ciudades. Otros dos millones emigraron al extranjero, ahora, Europa. Sin papeles, sin contrato. Mano de obra barata en Alemania, Francia o Suiza. Las propias instancias oficiales promovieron este exilio para evitar las revueltas que la pobreza y el hambre provocaban, y a la vez, por la importante fuente de ingresos que suponían sus remesas.

Quizá por eso, por ese deber con la memoria, tras restaurar la estatua de La madre del inmigrante en Gijón en los 90 se incluyó el poema Al son del agua de Alfonso Camín.

«Al son del agua, madre, pero ¡qué amarga! Al son del agua, madre, miro las olas, van y vienen barcos con las farolas y me dicen: ¡qué triste, se va en la bruma y qué alegre el retorno sobre la espuma! Pero me dicen, madre, al son del agua, unos vienen a puerto y otros naufragan».

CONTINUARÁ

@otropostdata

Suscríbete para seguir leyendo