Pensamientos

Una vida indigna en Palma

Felipe Armendáriz

Felipe Armendáriz

Sabíamos que siempre era caro vivir en Palma, pero ahora la cosa se ha puesto complicada, peliaguda. La insularidad, el turismo y la codicia han contribuido, durante décadas, a convertir la capital de Balears en una urbe de precios inflados, muy superiores a sus iguales de la península.

Esta disfunción genética se ha agravado con las sucesivas crisis. El hecho de que Mallorca sea una isla atractiva para mucha gente (otros españoles, extranjeros comunitarios y extracomunitarios e inmigrantes sin papeles) estimula las carestías, especialmente la de la vivienda.

Una regla básica de la economía es que, a mayor demanda, alza de precios. Somos muchos en Palma. Y más que seremos. La cosa pinta mal.

El Ayuntamiento acaba de hacer público un revelador estudio donde se establece un nivel medio de ingresos por palmesano para tener, llevar, «una vida digna». Lo primero que se debe aplaudir es el propio concepto: hablamos de dignidad, no de salario básico o de mínimos vitales. Se trata de poder mantener una existencia con las principales necesidades de un europeo del siglo XXI resueltas: alimentación, hogar, transporte, telefonía, internet, cultura, sanidad, higiene personal, y ocio.

El informe, presentado por el concejal de Bienestar Social, Antoni Noguera, y la coordinadora general del área, Catalina Trobat, concluye que hacen falta 1.421 euros netos por vecino al mes. Lógicamente, los ingresos deben ser muy superiores si en cada casa hay más miembros, especialmente menores u otras personas inactivas. El listón se eleva así a los 1.943 euros para una familia monoparental. De ahí para arriba; sin freno.

Estas cantidades chocan con la cruda realidad de los salarios tradicionalmente bajos en las Balears, frente a comunidades autónomas con mayor justicia social, como Navarra, Euskadi, Madrid o Catalunya. Aquí siempre se nos ha pagado mal. Nunca nos hemos quejado.

Otro obstáculo es que muchos trabajadores perciben el salario mínimo interprofesional, situado ahora en 1.000 euros. Nos faltan así 421 euros para la media. En este punto se percibe nítidamente la crueldad de la patronal, que se resiste a subir esa paga básica a los 1.080 euros que reclama Comisiones Obreras.

Luego están los parados o los que trabajan a tiempo parcial porque deben atender a necesidades familiares u otras circunstancias. ¿Cómo vive, o mejor, cómo sobrevive toda esa población?

Es la otra existencia, la de las chabolas; las colas del hambre; el Pa de Sant Antoni, Cáritas; servicios sociales, Zaqueo, Can Gaza…

Para resolver el problema hay dos caminos, que no son excluyentes: cuidados paliativos y reformas estructurales. Las medidas de urgencia son las ayudas de todo tipo (subsidios, becas, alimentos, comida preparada…). Las terapias sanadoras deben pasar por unos incrementos salariales generalizados, remedio que colisiona con la política antiinflacionista. No es el momento, nos dicen. Nunca hace buen tiempo para la tropa.

La segunda gran meta es facilitar el acceso a la vivienda limitando la compra de inmuebles por extranjeros, favoreciendo el alquiler no turístico y construyendo cientos de pisos de promoción pública.

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