El experimento fallido de Albertí

Al igual que Adolfo Suárez, también el político de Banyalbufar fallecido exploró una vía centrista autónoma de cariz pujolista, pero fue aplastado por el bipartidismo y contempló cómo Unión Mallorquina desembocaba en la corrupción

Albertí y Suárez, a ambos les querían pero no les votaban.

Albertí y Suárez, a ambos les querían pero no les votaban. / DM

Matías Vallés

Matías Vallés

Todo político tiene su momento, pero ni un minuto más. Jeroni Albertí se presenta a las generales de 1993 que iniciarían el último mandato de Felipe González, y a las elecciones palmesanas de 1995 que consolidarían a Joan Fageda en Cort. Fracasa en ambas convocatorias, su época había pasado, a los 68 años le había llegado la hora de la jubilación.

Curiosamente, el eclipse de Albertí coincide con la década que desataría la locura urbanística en la que Mallorca sigue inmersa. Por increíble que parezca, los noventa son los años de mayor riqueza de la isla, un esplendor propiciado por la trayectoria del nativo de Banyalbufar fallecido esta semana. A continuación, los yuppies arrollaron a los senyors, la duda quedaba prohibida, se hincaban los cimientos del colapso actual.

El veredicto unánime de que Albertí hubiera sido un lógico presidente del Govern no puede detenerse en el elogio implícito, obliga a resolver por qué no alcanzó el Consolat. La respuesta se halla en el experimento fallido que protagonizó. Bajo la convicción de que Mallorca no necesitaba una revolución, solo un poco de orden, encauzó una propuesta regionalista que nunca floreció y que hoy ha sido extirpada definitivamente del Parlament. Es otro síntoma de la escasa autoestima de los mallorquines, que abrazan de inmediato cualquier propuesta engendrada en Madrid, se llame Podemos, Ciudadanos o Vox.

Aunque el comentario político actual prohíbe referirse a los cuerpos, no conviene olvidar la fenomenal estampa de Albertí, un atractivo que afianzaba la imagen sin disminuir el respeto. Tal vez el experimento del primer president preautonómico fracasó porque su autor confiaba demasiado en Mallorca. La isla reservada y poco propensa al optimismo antropológico prefirió al desconfiado Gabriel Cañellas, probablemente la persona que mejor ha entendido a los indígenas en toda la historia.

Peca de evidente señalar que Albertí y Cañellas componen un dúo quijotesco, donde no importa lo que ambos pensaran de sí mismos y del acentuado rival, sino el veredicto formulado por los mallorquines. La población se decantó por el conservador que no lo era tanto, frente al no menos conservador que se envolvía en una aureola de modernidad, que en la Europa de aquella época obliga a mencionar a Giscard.

El equivalente mesetario de Albertí es Adolfo Suárez. Estaban predestinados para una empresa como la UCD, un partido que les sentaba como un traje y que triunfó asimismo en Mallorca a excepción de Cort, pero también un engendro repleto de contradicciones que acabaron por estallarles en las manos. Se separan para emprender senderos paralelos, experimentan con siglas alucinógenas como CDS o UM, el Centro Democrático y Social a imagen suarista y Unión Mallorquina.

Ambos líderes de fina planta acabaron abandonados por los suyos, arrinconados por personajes a quienes apenas respetaban. El mallorquín se entretenía presidiendo un Consell con un presupuesto aldeano, equivalente a 24 millones de euros. Suárez pronunció su sentencia, «me quieren pero no me votan». Le encaja como un guante a Albertí. La muerte ha revalidado su prestigio, pero los votos van por otra parte.

La meta del experimento de Albertí era el PNV o la Convergència de Jordi Pujol, que conquista por primera vez la Generalitat en 1980. El político mallorquín fallecido exploró una vía centrista autónoma de cariz pujolista, que adoptará como su biblia Els mallorquins de Josep Melià. Política de academia y laboratorio, frente al tractor irresistible de Cañellas.

El patriarca de UM es el único dirigente del partido que no acabó contaminado por la corrupción. Emigró antes, cuando su proyecto había degenerado ya en una Unión Valenciana condenada a ser absorbida por los zarpazos del PP bulímico. El experimento fallido transforma en impertinente la pregunta sobre si Maria Antònia Munar, ausente del velatorio de Son Valentí, hubiera sorteado la corrupción bajo el manto de Albertí.

El bipartidismo implacable aplastó el experimento de Albertí. Ninguna comunidad más monolítica que Balears, donde PP y PSOE bordearon el 90 por ciento de los sufragios. Hasta que se registró la gran dispersión. De repente, los mallorquines se deslizaron por las experiencias exóticas y empezaron a votar raro.

No quedan políticos como Albertí, que abandonó UM en un movimiento tan estremecedor como si Felipe González rompiera su carné del PSOE. Sería inexacto anotar que el experimento mallorquinista se estrelló contra el españolismo rampante. Cañellas no exhibía la bandera, causó escándalo al evocar el barco de rejilla, y su hombre de los números Alexandre Forcades se refería despectivamente al «Reino de España». También Mallorca acabó teniendo su Pujol, pero no se apellidaba Albertí.

Suscríbete para seguir leyendo