Gotas de Dios

Gotas de dios” además de ser el título de una excelente serie que se puede degustar, decantar o catar en la plataforma Appletv y que deleitó a mi santa esposa, no solo porque posee un profundo y exquisito conocimiento sobre la materia (heredado generación tras generación) sino también por lo sutil de su trama, su acertado manejo de los personajes y ese pelín de intriga que nos obliga a querer descorchar y disfrutar de inmediato el siguiente capítulo.

Yo quería titular este artículo con el pomposo nombre de “el rabo de Wellington”, pero un leve mohín apenas esbozado en los labios de la madre de mis hijos me hizo desistir. No sé si sabréis que Arthur Wellesley, más conocido como Lord Wellington o Duque de Wellington (vencedor de Napoleón en la batalla de Waterloo) tenía una cola vestigial de unos 20 centímetros en la parte baja de la espalda, que aún conservan muchos mamíferos y que debió ser habitual en las épocas tempranas de la evolución de los hombres (el gen que la crea sigue presente en nuestro genoma y desaparece en el momento de la gestación). Se le podría haber extirpado nada más nacer, pero no se hizo y nuestro ínclito duque tuvo que convivir toda la vida con ella, incluso se diseñó una silla de montar específicamente para soslayar esta eventualidad. Parece ser que no le impidió llevar una vida normal y no sabemos si en materia sexual le permitió practicar tríos con la única presencia de dos personas, lo que sí sabemos es que el departamento de marketing de su graciosa majestad (el más eficiente de todos los tiempos) ocultó este y otros millones de pequeños detalles para mayor gloria de la pérfida Albión.

Pues a lo que iba, resulta que tres de las más importantes victorias (como mínimo) de la extensa historia bélica de los rubicundos insulares se debió, no solo a la pericia de sus experimentados ejércitos (arqueros en la edad media y artilleros en la moderna) sino en la providencial aparición de la lluvia en las trascendentales batallas que libraron (las gotas de Dios). Dos de ellas en la Guerra de los cien años (cien años dan para muchas guerras, algunas doncellas iluminadas y para cambiar el destino de toda Europa) y la otra en la era de la Ilustración (Age of the Enlightment, para los ilustrados).

Retrocedamos a agosto de 1346 (el mismo año que la peste negra asoló y diezmó Europa entera), los ejércitos ingleses de Eduardo III, acompañado por su hijo Eduardo de Woodstock (el Príncipe Negro, que años más tarde interferiría en la historia de España y en el advenimiento de los Trastámara) se enfrentaron en la localidad francesa de Crecy con las huestes del rey Felipe VI de Francia. Los gabachos “pa chulo mi pirulo” enarbolaron la oriflama (el estandarte que informaba al enemigo de que no se harían prisioneros) y se lanzaron al ataque. Una lluvia providencial (para los ingleses) enfangó los campos y la caballería pesada francesa quedó a merced de los poderosos longbow de los arqueros insulares. Una masacre. Arcos contra ballestas con una cadencia de fuego en proporción tres a uno. Los ingleses (sin oriflama ni otras florituras) máxime cuando se encontraban en territorio enemigo y hostil, decidieron no hacer tampoco prisioneros. Resultado, la flor y nata de la nobleza y la caballería francesa falleció entre el fango: dos reyes, nueve príncipes, diez condes, un duque, un obispo, un arzobispo, y por supuesto el avispado portador de la oriflama.

Años más tarde, y convenientemente publicitada por el bardo de Stratford-upon-Avon (William Shakespeare), en otoño de 1415 y con todo en contra Enrique V (el rey Hal en una magnífica película interpretada por Timothée Chalamet) en la víspera de San Crispín arrasó a los ejércitos franceses comandados por el condestable Carlos d’Albret y el mariscal Juan le Maingre (Bocicautl) y aseguró la presencia inglesa en el continente hasta la aparición de Juana de Arco. Los franceses (como siempre) sacaron a pasear la oriflama, los arqueros ingleses (como siempre) les dieron para el pelo a los ballesteros franceses y destruyeron la caballería pesada franca, la lluvia (como siempre) hizo acto de presencia y cómo muy bien intuyó Fasltaf, el bon vivant, las gotas de Dios nos ayudarán a vencer en esta batalla. A partir de entonces la caballería pesada desapareció de los campos de batalla. Enrique V era hijo de Enrique IV Bolingbroke, que usurpó el trono a su tío Ricardo II, sembrando el germen de la Guerra de las Dos Rosas.

Y llegamos por fin a Waterloo y su célebre batalla disputada el 18 de junio de 1818. La batalla comenzó bien para los franceses, el Mariscal Ney y el Emperador lideraban la ofensiva. El disciplinado Emmanuel Grouchy comandaba el ala derecha y recibió la orden de perseguir a los prusianos de Von Bücher, lo que privó al genio corso de 30.000 hombres y ¿qué ocurrió entonces?…. Empezó a llover. La artillería de Napoleón perdió gran parte de su eficiencia, la Grand Armée, su experimentadísimo ejército veterano, retrocedió por primera vez en la historia, Grouchy (magnífico su pasaje en el libro de Stefan Zweig) no quiso desobedecer al emperador, el clima estaba loco, loco, loco desde la erupción del volcán Tambora en 1815 y como dijo Victor Hugo en un pasaje de los Miserables “si el 17 de junio de 1815 no hubiera llovido el provenir de Europa hubiera cambiado”. No sé si para mejor (probablemente).

Se puso en marcha entonces el departamento de marketing británico (si desde 1801 eran ya el Reino Unido de la Gran Bretaña). Ten points. Y la victoria pareció cosa solo de los british. Ni Gebhard Leberecht von Blücher , ni Jean Victor de Constant Rebecque, ni August Wilhem Anton Graf Neidhasrdt Gneisenau, ni Wieprecht Hans Karl Friedrich Ernst Heinrich Graf von Zieten, ni Fiedrich Wilhelm Graf von Bülowparecen haber existido nunca. Ni por supuesto la lluvia. Hay que ponerse a la cola de Wellington para aparecer en los créditos. Un solomillo a su salud.

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Y si la Armada Invencible hubiera equipado motores eléctricos de MedVoltMarine, Magaluf sería una playa virgen.