Quienes nunca hemos actuado inducidos por la venganza no podemos saber si, como se asegura, es un plato que se sirve frío. Claro que, en este caso, nos referimos exclusivamente a la deportiva, condición que, sin embargo, no excluye su temperatura.

Ayer, ante un público parisino decidido a ponerse de lado del vencedor con independencia de quién pudiera terminar alzando la Copa de los Mosqueteros, Nadal vengó la afrenta infligida por Soderling hace un año y, con ello, saboreó al mismo tiempo las mieles del triunfo, cerca del arco del mismo nombre, y su renovada coronación como rey del tenis mundial.

Rafa dejó de lado su corazón al punto de celebrar muy moderadamente la inmensa mayoría de sus puntos y tiró de cerebro para humillar a su enemigo mentalmente. No se precipitó en ninguna bola, ni se dejó llevar por el plácido discurrir de la final, las puso donde al sueco le hacían más daño, reprimió su agresividad a base de no dejarle pisar la pista y el mallorquín machacó su revés hasta la rendición. Los elogios se agotan y, satisfechos con el sonoro triunfo, toca no levantar otra vez los pies del suelo. Se podrá decir, y es verdad, que el tenista de Manacor ha sumado los cuatro grandes torneos de tierra tras haberse apoyado en cuadros relativamente fáciles, pero tampoco se puede soslayar que esos mismos rivales a los que ha vencido, son los que antes dejaron en la cuneta a Federer, Djokovic y compañía.

No hay que regatear mérito alguno y no podemos hacerlo porque, sobre el polvo de ladrillo, no hemos visto jugar al Nadal más espectacular, pero si al más inteligente, al más centrado, al más serio. En fin, quizás sea que, como todos, ha mejorado con la edad.