El gallinero

Guerras, exilios

‘Mère’, en los Teatros del Canal.

‘Mère’, en los Teatros del Canal. / por Rafa Gallego

Rafel Gallego

Rafel Gallego

Coinciden en la profusa cartelera madrileña un puñado de obras notables, compendio de la buena dramaturgia contemporánea; historias donde la palabra se alza sobre el formato, toma volumen y se sublima al tratar cuestiones que nos interpelan como seres sociables. El último texto de Alberto Conejero (En mitad de tanto fuego) es también su primer estreno tras ser fulminado como director del Festival de Otoño. Un monólogo a pulmón –despojado de artificios escénicos, donde se miman las frases, las sílabas– que nos habla de la guerra y el amor (¿acaso no son lo mismo?). En un original giro de óptica, aquí es un secundario el que mira al espectador. Patroclo narra las batallas, la del alma y la de Troya, y su desquicio por Aquiles. La muerte está presente como reverso de la vida intensa, en las muecas del protagonista –excelente Rubén Eguía dirigido por Xavier Albertí– en la penumbra de un escenario vacío (esas luces…) en un ritmo equilibrado que convierten la hora y pico de función en un goce con ecos fuertes del presente –Gaza, Ucrania y tantos conflictos–.

De guerra también va la tercera parte de Domestique, la trilogía de Madji Mouawad (Seuls y Soeurs también se programaron en Madrid). Mère es un tributo a las madres que sostienen la trastienda de las armas, y a la propia progenitora del autor. Intensa pero menos densa que Incendios (la obra maestra de una trayectoria brutal que Denise Villeneuve llevó al cine y Mario Gas y Oriol Broggi montaron en castellano y catalán respectivamente) y cómica en muchos pasajes. La pieza proyecta el exilio –desde el Líbano natal a Francia, luego a Canadá– y la ausencia desde la cotidianeidad de una familia que querría haber sido ‘normal’. Ternura y dolor, rabia y dulzura se mezclan, se alternan para agitar al público, sin fuegos de artificio, en plan sereno, pero traspasando. La función en los Teatros del Canal fue sin efectos sonoros ni música por enfermedad del técnico de la compañía de Moauwad. No entendí que no se substituyese por un profesional de Madrid (quizá fue un ataque de genio del también director y actor para la ocasión) pero por momentos tuve la sensación de que el contratiempo jugaba a favor de la palabra (de nuevo).

El exilio transita también por Misericordia, obra libérrima de Denise Desperaux, que también dirige y actúa, y con Natalia Hernández, Pablo Messiez, Cristóbal Suárez y Marta Velilla dando vida a unos personajes excéntricos, entrañables, humanos y marcianos al mismo tiempo, que navegan entre Lacan, la cábala, la añoranza de la patria (ese Uruguay tomado por los milicos)… y todo mientras se enamoran, se enfadan y se perdonan, aprenden o intentan crear –el punto de partida es la crisis de dramaturgo del personaje interpretado por Messiez–. Desperaux –una de las autoras más sugerentes de nuestro entorno– se ha atrevido con una propuesta de riesgo, autoreferencial, con guiños constantes al mundillo teatral (el público que no es del rollo se perderá algunos chistes) y donde se ríe de ella misma y de la trascendencia que le otorgamos al simple hecho de contar historias. Una maravilla.

Aterricemos en lo local para recomendar una comedia de esas que se etiquetan como ‘espectáculo sin pretensiones’. Piccolo es una pieza gamberra de medio formato que no encontraréis en las salas convencionales sino en una suite del Hotel Ars Magna de Blanquerna (Palma). Xisco Rosselló –autor que maneja como pocos los códigos de la comedia– va un poco más allá del enredo, del malentendido, para flirtear con los amores no convencionales, los límites de los humanos a la hora de querer y cuidar del otro. Laura Andújar y Héctor Seoane tienen química y coreografían bien los distintos episodios que vertebran la historia, le dan ritmo al artefacto y, como se gustan, acaban gustando; y ahí tiene mucho que ver Javier Matesanz dirigiendo.

Suscríbete para seguir leyendo