Opinión | Las cuentas de la vida

El Estado pedagogo

Ilustración: El Estado pedagogo

Ilustración: El Estado pedagogo / Freepik

El Estado pedagogo, tan característico de la modernidad, se define por delimitar continuamente el bien y el mal en las relaciones sociales. Es el Estado, como un dios autoproclamado, el que quiere controlar la interioridad de las personas y su credo personal, enfrentándose incluso a las viejas religiones. Es el Estado también quien regula el contacto del hombre con el mundo, decidiendo aquello de lo que se puede hablar y de lo que no. En cierto modo siempre ha sido así, aunque nunca quizás con la intensidad que permiten hoy las nuevas tecnologías. Por medio de ellas, los poderes han desnudado nuestra alma hasta descubrir sus secretos más recónditos, los que nadie se atreve a pronunciar en voz alta. La amenaza de la «culpabilidad perpetua» profetizada por Kafka –y, de algún modo, también por Lutero– se ha cumplido bajo la lupa de ese Gran Hermano anónimo que es Internet. Y bien, no hay vuelta atrás. El mundo de los bits adquiere realidad a medida que palidece la auténtica libertad humana. Y, sin embargo, aún hay sorpresas. Diríamos que la individualidad se niega a desaparecer, aunque sea de forma reactiva.

Un ejemplo lo encontramos en los sorprendentes datos aportados por el último estudio sociológico del CEO: las opciones políticas de los jóvenes en Cataluña se escoran cada vez más hacia posturas conservadoras o muy conservadoras, alejadas de la ideología de género, del independentismo antiespañol, de la memoria democrática o de las leyes favorables a la inmigración indiscriminada. Se dirá, y con razón, que este rechazo tiene mucho de emocional –se pronuncian en contra de lo que les imponen– y que se han vivido procesos similares en muchos otros lugares: en el Quebec, por ejemplo, si nos atenemos a contextos altamente nacionalizados; y también en los Estados Unidos o en Francia. Sin duda, los populismos se alimentan del rechazo del Estado Pedagogo, pero no sólo ya los populismos. La política contemporánea viene definida por la activación de mecanismos emocionales en el votante, que se mueven en una dirección o en otra. A menudo en un sentido opuesto al que desearía el poder.

La pregunta inmediata que surge es la siguiente: ¿qué legitimidad moral hay que reconocerle al Estado para que se arrogue la condición de pedagogo? ¿Cuál debería ser su cometido: la gestión de sus competencias o el dictado de lo que debe creer la ciudadanía? ¿Es su misión depurar la memoria histórica y solventar los conflictos ideológicos o, por el contrario, hay que reconocerle a la libertad su primado sobre las conciencias? ¿Qué ocurre cuando las creencias del Estado chocan con colectivos minoritarios, ya sean de índole religiosa (el Islam o las diversas confesiones cristianas), nacional o de género? ¿Qué sucede cuando las memorias –las tradiciones familiares o historiográficas; jurídicas incluso– colisionan y se enfrentan? ¿Qué pasa cuando los ciudadanos empiezan a vivir y a pensar en universos paralelos, sin apenas puntos de contacto que hagan posible el diálogo entre ellos? Son preguntas para las que no tengo respuesta, pero que la democracia deberá atender y, a ser posible, responder. Porque lo que se halla en juego es precisamente la democracia, acosada por la tentación del control tecnológico, por los populismos y por el estallido sentimental.

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