Opinión

La OTAN: Trump no tiene razón

Donald Trump.

Donald Trump. / EFE

La Organización del Tratado del Atlántico Norte, la NATO por sus siglas en inglés, cumplió este jueves 75 años en una delicada situación de provisionalidad, no solo por la dificultad de encontrar un nuevo secretario general que sustituya a Soltenberg, cuyo mandato inicial de cuatro años ha sido ya prorrogado en cuatro ocasiones, sino porque el mundo ha cambiado radicalmente desde aquel año 1949 en que los Estados Unidos y 11 aliados de la Segunda Guerra Mundial acordaron formar un frente militar común y solidario para prevenir cualquier tentativa expansiva de la agresiva URSS. En 1955, Moscú contrarrestaba a la Alianza con el Pacto de Varsovia, que otorgaba trágica simetría a la guerra fría.

Desde entonces, los Estados Unidos han ostentado el liderazgo y han cargado con el peso financiero de la defensa occidental, desequilibrio que Washigton ha denunciado reiteradamente. Eisenhower en primer lugar, pero también Kennedy, Nixon y Obama presionaron sucesivamente a los europeos para que incrementaran su participación en el esfuerzo defensivo. Robert S. McNamara, secretario de Defensa de Johnson, llegó a amenazar en los sesenta con reducir el volumen de sus tropas en Europa si Alemania no se prestaba a contribuir más generosamente, y el asunto se zanjó mediante la firma de un ‘acuerdo de compensación’ por el que Bonn se comprometía a incrementar las importaciones norteamericanas…

Es bien conocido que esta tesis poco amistosa ha sido sobre todo explotada por Trump, quien, durante su mandato y ahora en el desarrollo de su candidatura, ha lanzado amenazas de todo tipo contra los países díscolos europeos que remolonean a la hora de incrementar el gasto militar. En el caso de España, esta renuencia tiene razones históricas bien conocidas: la inestabilidad debida a la injerencia militar en el siglo XIX y los cuarenta años de dictadura franquista nos han vuelto instintivamente a los ciudadanos pacifistas y antimilitaristas.

El pasado febrero, Trump tuvo uno de sus arrebatos y llegó a fragilizar la seguridad de la OTAN invitando a agresores extranjeros a atacar a estados miembros «delincuentes» por faltar a sus obligaciones con el conjunto. Según el candidato republicano, Estados Unidos es una «nación deudora, gastamos mucho en ejército, pero el ejército no es para nosotros… Y muchos de estos países [que se benefician de él] son inmensamente ricos…»

El argumento es una falacia porque el gasto militar norteamericano, que ciertamente es superior al 2% de su inmenso PIB, no se destina en su inmensa mayor parte a nutrir a la OTAN sino a cumplir otros objetivos de la superpotencia, cuya consecución le resulta muy productiva. El pueblo norteamericano ha aceptado en general las tesis de Bush al respecto pero cada vez hay más voces que ponen de manifiesto el sofisma que encierra semejante postura.

Lo primero que habría que explicar a los oyentes de Trump (Trump ya lo sabe, evidentemente) es que el espectacular gasto militar USA se relaciona muy poco con sus compromisos con la OTAN: en realidad, se deriva del objetivo estratégico de mantener una supremacía militar y tecnológica global, que le otorga ventajas en todos los frentes ante las demás grandes potencias. Como ha escrito en un reciente artículo Carla Norrlöf, politóloga de la Universidad de Toronto, «la OTAN es un bien común que resulta de la búsqueda de un bien nacional privado: la superioridad militar de Estados Unidos».

«La OTAN –prosigue Norrlöf- es la pieza azul del paraguas de seguridad de Estados Unidos: el instrumento que le permite responder rápidamente a amenazas y desafíos en cualquier parte del mundo. La presencia avanzada de fuerzas militares estadounidenses sirve como elemento disuasivo contra posibles adversarios, reduciendo la probabilidad de conflictos y desafíos militares a los intereses estadounidenses. Esta red global facilita el intercambio de inteligencia entre aliados y proporciona a EE UU información crítica sobre riesgos de seguridad, mejorando su capacidad para anticipar amenazas y contrarrestar competidores estratégicos como China y Rusia. EE UU puede utilizar y utiliza estas herramientas para influir en los resultados en regiones clave, apoyar la democracia y los derechos humanos y luchar contra el terrorismo».

En definitiva, más que cuestionar si los aliados de los EE UU gastamos suficientemente en la defensa colectiva, quizá deberíamos preguntarnos si tiene sentido que esos aliados contribuyamos a financiar la hegemonía global de la superpotencia, que beneficia sobre todo a los estadounidenses.

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