Opinión

Cuando la ficción se acaba

Si la pandemia se pudiera haber parado quedando quietos en casa leyendo, si en lugar de mascarillas los libros hubiesen sido la solución que agotase todas las existencias de ejemplares encuadernados y parados en los almacenes… ¿qué rumbo habría cogido el sector al volver a empezar de cero?

Mario se levanta. Hace un par de horas que en el sector hacen ronronear su móvil, alguna se habrá liado de nuevo, en el Gremio, en la CEGAL, o donde sea. Ya empezamos otra vez, cualquier cosa menos debate para encontrar soluciones a retos no tan nuevos pero que al final van dando el sorpaso a diestra y siniestra… sí, vuelve a haber jaleo. Sin lavarse la cara, ni levantarse, aprieta la lectura de tres páginas del último tesoro austeriano que llegó ayer por la noche y que de no estar rendido habría acabado el mismo día. Por privado una librera le pide auxilio pues una boutique de ropa interior que se le puso al lado vende narrativa erótica. Esperará salir de la ducha e intentará tranquilizarla ante tal terrible amenaza. Ahora Mario ya tiene una edad y se traga su dosis de orfidal incluso antes de vaciar la vejiga. Acude presencialmente hace ya más de cuarenta años a la librería. Lo de presencialmente es porque no hace tanto contaba con todos los sentidos pero hoy puede estar despachando o recolocando pero su alma, sigue tumbada en casa agonizando. Hoy está a flor de piel y muchos días sería más fácil no levantarse. Los empleados de banca que tenía por clientes ya han sido liquidados y los profes de vocación jubilados por hastío. Mario conserva la pasión por esta forma tan extraña de vivir y que antes era un oficio, sí, aunque el médico de cabecera mientras firmaba el volante, cuando empezó todo, le preguntase por dos veces si ese oficio de «librero que usted dice… ¿eso existe?». Aunque conserve el brío intelectual, esa interminable curiosidad y las ganas eternas de aprender, sabe que al entrar en la librería va a encontrar centenares de correos, algunos escritos bárbaramente y dando órdenes e incluso amenazando por aquellos que desde grandes marcas siguen generando un noventa por ciento de devolución en sus catálogos de novedades y todavía se atreven a intentar marcar el ritmo. Si no escriben ellos automáticamente, y siempre lo mismo, aparecen sus secuaces o algún perrillo faldero al que acaban de poner el viejo collar, pues Mario conoce y ha conocido a todo el mundo y todo el mundo también conoce a Mario y ese collar no hace tanto lo llevaba su amigo J. que al no superar los números del año anterior, en sus últimas vacaciones recibió un burofax. Ayer mismo le envió un triste selfie dando karcher al cemento, despilfarrando centenares de litros de preciosa agua cumpliendo órdenes de su nuevo jefe en el hotel donde hoy trabaja. Cuántas veces ha visto eso nuestro querido Mario, si prácticamente lo que quedaba libre en el sector eran las libreras y los libreros y ya hoy van a por ellos pues son pocos y…

Sale de la ducha mientras escucha las últimas polémicas por el koldorollo y a la cabeza le vienen estúpidas e incontrolables reflexiones: si la pandemia se pudiera haber parado quedando quietos en casa leyendo, si en lugar de mascarillas los libros hubiesen sido la solución que agotase todas las existencias de ejemplares encuadernados y parados en los almacenes… ¿qué rumbo habría cogido el sector al volver a empezar de cero? Imaginen cuando Roosevelt hizo incendiar los graneros de maíz almacenado, de Este a Oeste, para volver a iniciar la demanda y volver a caminar. Un dardo afilado le punza muy dentro, le atraviesa lo más hondo la certeza que en soledad producen las más genuinas intuiciones. Entre el eros y el thanatos este último le presenta inesperadamente unos largos raíles, centelleantes y paralelos, un sí y un no. Un cuando y un por qué. Se aburre de sus propias reflexiones y de no poder acordarse de cuando se empezó a joder todo. Auster lo sacó del pozo un rato para entrar en una preciosa ciénaga narrativa que fue derivando en pantano y luego en ola mortal contra las rocas. Dejando el recuerdo desenterrado de lo que había sido su mundo para pasar a otra ajena y lejana tormenta, lógicamente mucho más manejable. No es lo mismo ver las confortablemente tras el cristal que te cojan en medio de la montaña.

A medida que pasan las horas, y los clientes, se permite ir terminando. Se irá resquebrajando otra vez a medida que se acerque al final del fabuloso libro y al acabar todo vuelve a volar por los aires. Siempre se guarda, de las mejores obras, leer los finales en casa, en la cama y al final del día, en absoluto silencio, cuando el mundo para. El ejemplar se le ha deslizado despacio y al tocar tierra ha hecho un fenomenal impacto que prácticamente lo siente exageradamente paralelo a la última noticia que hace pocas horas atrás le ha estallado en las manos.