Opinión

Expreso de medianoche

Al norte de Hanoi, Vietnam, 1994.

Al norte de Hanoi, Vietnam, 1994. / Pedro Coll

En aquel pequeño Toyota viajábamos seis. Al volante estaba el chofer que me había sido asignado, un empático vietnamita que había luchado contra los norteamericanos, al que yo, con su aquiescencia, llamaba Antonio. En el asiento del copiloto iba yo. Atrás se apretujaban los cuatro personajes de la foto. El de la derecha era Phung, mi guía y hombre de confianza. De los otros tres no recuerdo el nombre, solo sé que el de la izquierda era el comisario político encargado de supervisar mi actividad. Era el único que nunca se reía con los chistes que los otros contaban para ir pasando el rato. Cada vez que me volvía, le veía a él mirándome enigmáticamente mientras los otros tres se carcajeaban o hablaban casi a gritos alcanzando decibelios insoportables.

Durante siete días estuvimos recorriendo de esta manera los alrededores de Thai Nguyên, una ciudad grande de calles embarradas, situada al norte de Hanoi. Visitábamos enclaves interesantes en los que yo iba consiguiendo imágenes y sensaciones. Al atardecer de cada día regresábamos a Thai Nguyên, nuestra base, donde el chofer, mi guía y yo intentábamos descansar en habitaciones de un curioso y friki hostal/puticlub que el gobierno vietnamita nos había reservado.

Eso ocurría en 1994, poco después de que los Estados Unidos levantaran el bloqueo sobre Vietnam y se iniciara relación diplomática entre ambos países. Quizá por ello, al ser norteamericano el editor del proyecto que enfrentábamos, en las pequeñas localidades que visitábamos nuestra llegada se consideraba un acontecimiento. Esa actividad oficialmente programada entorpecía en gran manera mi trabajo porque reducía mi tiempo útil y me consumía energía. Yo, mi guía, mi chofer, y los tres guardaespaldas, éramos recibidos por los alcaldes en el salón de actos de sus respectivos ayuntamientos. Allí se llevaba a cabo una especie de ceremonia de bienvenida. Siempre presidía una gran bandera roja, con la estrella amarilla en el centro, y una imponente estatua de Ho Chi Min. El alcalde del lugar me dedicaba unas palabras que yo escuchaba con mucha atención, si entender nada. A continuación, Phung me lo traducía. Hablaba un cubano perfecto gracias a los años que pasó estudiando en la Universidad de La Habana. A mí me correspondía agradecer las palabras del alcalde y con igual solemnidad lo hacía en castellano, una vez me la jugué y lo hice en catalán. Seguía en todo momento el consejo de Phung, ‘tu di lo que quieras y yo les diré lo que debieras haber dicho’. Así que él traducía o inventaba mi respuesta. Los alcaldes y sus séquitos le escuchaban con atención e iban asintiendo con complacencia, lo que significaba que Phung se sabía bien el oficio.

En uno de aquellos pueblos, situado en la ladera de una montaña, el alcalde me obsequió con una bolsa del té que allí cultivaban, un detalle que agradecí. Era una bolsa de plástico traslúcida, usada, asegurada con un simple cordel. Al volver a mi habitación del hostal/puticlub la guardé en mi equipaje.

Para mi regreso volé Hanoi/Bangkok. La segunda escala era un Bangkok/Frankfurt. En el mismo vuelo me acompañaba Guido, ahora entenderéis por qué me callo su apellido. Era un rodado y prestigioso fotógrafo de Milán que de muy joven había sido mandado por el Corriere della Sera a cubrir la guerra de Vietnam. Me había contado que en una escaramuza, en la jungla, tuvo que dejar la cámara y defenderse con el fusil de un soldado norteamericano caído a su lado, matando a un vietnamita. Me lo contó así, tan tranquilo, añadiendo algo escalofriante, me dijo exactamente eso: Tengo su reloj en mi casa. ¿El del vietnamita? El del vietnamita.

El control de equipajes del aeropuerto de Bangkok lo dirigía un militar de aspecto llamativo, cinematográfico, era alto, fibroso, tan marcial como contundente. Desde una especie de tarima que lo elevaba, en una gran pantalla iba revisando por Rayos X el contenido las maletas que iban pasando. Parecía un director de orquesta. Guido y yo estábamos observando aquel espectáculo realmente fotogénico, ambos con ganas de sacar la cámara, pero contenidos por la prudencia, cuando la cinta transportadora se detuvo. Le había llegado el turno a mi maleta. Aquel tipo imponente se quedó un rato mirando, señaló un punto concreto de la pantalla y por altavoz pidió que se identificara su propietario. Levanté el brazo. ¿Qué llevas?, me preguntó Guido. Nada que pueda llamar la atención, como no sea el trípode…. Me acerqué al Rambo tailandés y me ordenó que abriera mi equipaje. Lo hice y sus manos enfundadas en guantes negros se dirigieron directamente a aquella bolsa usada que contenía el té que días atrás me había regalado el amable alcalde. Me invadió de golpe una sensación de pánico difícil de soportar. ¿Y si aquello no era té? Todo ocurrió de manera fugaz, el militar se hizo con la bolsa usando la mano izquierda y, sin molestarse en deshacer el nudo del cordel que la aseguraba, con la mano derecha la pellizcó, rompiéndola y extrayendo una porción de granos negros. Los acercó a su nariz y olió con concentración, como si estuviera catando un Vega Sicilia.

Para mí se había detenido el mundo. Cualquiera puede imaginar todo lo que en aquellos segundos pasó por mi mente, el pasado, el presente, el futuro… ¡el futuro! Entonces, el militar, sin tan siquiera mirarme, dejó la bolsa en el lugar donde la había encontrado y me ordenó que cerrara la maleta para que la cinta transportadora hiciera su trabajo y yo pudiera dirigirme a la puerta de embarque.

Guido y yo volamos de Bangkok a Frankfurt en business, en el confortable, exclusivo y silencioso segundo piso de aquellos majestuosos Boeing 747, detalle del organizador californiano del proyecto editorial en el que habíamos estado sumergidos durante diez intensos días. Fueron casi doce horas increíblemente placenteras, merecidas.