Tribuna

Homenaje a una cabina

El fin de las cabinas, supone casi la extinción de una forma de comunicación interpersonal y el éxitus de todo un símbolo urbano de una época

José Luis López Vázquez en ‘La Cabina’.

José Luis López Vázquez en ‘La Cabina’.

J. Teresa de Ruz Massanet

J. Teresa de Ruz Massanet

Hace justo una semana que este mismo periódico anunciaba la desaparición definitiva de las cabinas telefónicas en Ciutat. Para los que empezamos a acumular algunos años, el menor uso del teléfono fijo, y con ello, el fin de las cabinas, supone casi la extinción de una forma de comunicación interpersonal y el éxitus de todo un símbolo urbano de una época. Sin embargo, el protagonismo de las cabinas en nuestras vidas, ya sea marcado por el cine o por vivencias propias, estará ahí siempre.

Este ente, cuya morfología asociamos a un espacio rectangular y vertical, completamente acristalado y con un teléfono en su interior, ha dado inspiración a numerosas obras del séptimo arte. Desde la cabina inquietante, en la que estaba atrapado un desesperado y angustiado José Luis López Vázquez, en la genial producción televisiva de Antonio Mercero, La Cabina (1972), y de la que nadie es capaz de sacarlo de allí hasta el extremo de llegar a ignorarlo. Nunca olvidaré los ojos saltones de Vázquez en la escena final.

Otra modalidad de cabinas amenazantes serían las de corte hollywoodiense, como por ejemplo la de Last Call (2002), cuya cabinita sirve para exponer al protagonista (interpretado por Collin Farrell) como blanco de un francotirador. Luego están aquellas que aparecen en pelis trepidantes y llenas de efectos especiales por las calles de ciudades de los EE.UU., en las que se anuncian bombas y un sinfín de actos crueles, mientras explosionan coches que dan ocho vueltas de campana y un señor que corre con cara de susto y gotas de sudor, que intenta salvar al mundo. Hollywood es lo que tiene. 

Por supuesto están también las que han sido protectoras, como la de Los Pájaros (1963), donde Tippi Hedren se refugia dentro de una durante un ataque aviar, o también, recuerdo pelis donde se ofrecen besos apasionados e incluso otros momentos más tórridos. Y para finalizar la clasificación, están ses patidores, las cabinas que han sufrido estoicamente la frustración e ira de sus personajes, como el de aquel encarnado por un enloquecido Michael Douglas en Un día de furia (1993).

Mi propia película local, la de Ciutat, es la de una cabina situada en las inmediaciones de s’Escorxador y Plaça París, aquella a la que acudíamos mis hermanos y yo hace un parell mallorquí de décadas, frecuentemente con cola y que usábamos para efectuar con las manos temblorosas y el corazón desbocado, nuestras primeras llamadas amorosas sin tener que ser escuchados en casa por nuestros padres. Imposible no ver las caras inquisidoras de los que esperaban, seguramente como la mía cuando era yo la que aguardaba sin apartar la vista del ser que ocupaba mi ansiado sitio. Esas maravillosas cabinas que tragaban lo que no está escrito incluso antes de mediar palabra. O cómo olvidar cuando en plena conversación ya no te quedaban más monedas y te habías dejado la paga enterita por aquella ranura, que era como un agujero negro. De infarto.

Todas ellas conformaban parte de un decorado urbano que invitaba a una comunicación más real entre personas. Los móviles y sus aplicaciones de chat las han substituido imponiendo un diálogo más virtual a la par que más cómodo e inmediato y del que yo misma sería incapaz de prescindir.

Pero sin duda, y poniéndome nostálgica, las cabinas forman ya parte de nuestra historia y biografía, ¿quién no tiene alguna anecdotita en una de ellas?