Pornografía y escuela

La educación sexual ha de ser, en fin, una de las vertientes de la formación integral que ha de proporcionar la escuela, que recibe el doble mandato de la sociedad y de la familia para que forme cabalmente a futuros ciudadanos

Antonio Papell

Antonio Papell

Se han publicado estos días datos sobre el acceso de los menores, desde edades sorprendentemente tempranas, a la abundante pornografía que circula por Internet, fácilmente accesible y en buena medida de extremada dureza. Un dato nos informa de la magnitud del fenómeno: a los 11 años, nueve de cada diez han niños han visto porno en su propio smartphone.

Esta sobreabundancia de mensajes, fotografías y vídeos turbadores, que invade la Red, tiene sin duda un efecto intenso en la socialización y la aculturación de los niños que ingresan en la comunidad social. Antes de este prodigioso avance tecnológico, el aprendizaje sexual ya era conflictivo (siempre lo ha sido), y los pedagogos recomendaban que la escuela y la familia se repartieran la tarea del adiestramiento, que casi nunca era del todo inteligible para los adiestrados. En toda época, los conocimientos en esta materia han provenido de un descubrimiento proporcionado por los iguales más precoces y, en muchos casos, por una pornografía soft que solía ser casi siempre más descriptiva y anatómica que pícara y morbosa.

Expertos en la materia afirman, seguramente con toda la razón, que la digestión de elevadas dosis de pornografía hard tiene efectos negativos sobre la formación sentimental y humana del menor. La mercantilización del sexo, la mezcla de las expansiones sexuales con la violencia y/o con la humillación de la mujer, la trivialización de las relaciones interpersonales tienden a confundir a las jóvenes generaciones, sobre todo si han de adentrarse en estos mundos sin ir de la mano de unos adultos conscientes que objetivicen ese relato demasiado sexualizado. No es descabellado relacionar directamente el incremento de la violencia sexuales en menores con este abuso de la pornografía.

Tiene, pues, sentido que las sociedades pongan los medios para que se cumplan las limitaciones legales de edad en el acceso a la pornografía o a la excesiva violencia. Para bien o para mal, Internet es sin embargo, por su propia naturaleza, una entidad mediática abierta, y es prácticamente imposible limitar el acceso a un grupo –los menores- sin vulnerar la privacidad general. De todos modos, la tecnología permite determinadas medidas que dificultarán tal difusión patógena, y es bueno que los gobiernos y las instituciones se afanen en esta misión.

Pese a ello, nada hay inexpugnable en Internet, y no ha de contarse con que este acceso juvenil al porno se corte radicalmente. Por lo que lo inteligente sería preparar también a niños y adolescentes para enfrentarse a él. La educación sexual en la escuela –que debe informar a los niños y a sus padres- y en el seno de la familia, sin mojigatería ni prejuicios, ayudaría mucho a una formación equilibrada del futuro adulto, libre de los traumas que puede causar una consideración errónea del sexo, que es una facultad más del ser humano.

En este país, hay sin duda mucha gente que ha entendido perfectamente esta situación y que trata de acompañar a sus hijos en la apasionante exploración de la propia naturaleza sexuada, le advierte de que la pornografía es ficción y le aconseja aproximarse a los demás con una afectividad sana y positiva. Pero no deja de ser curioso que quienes más denuestos lanzan sobre la pornografía, más restricciones reclaman, más intolerancia destilan, son también quienes se niegan absolutamente a que sus hijos sean aculturados en la escuela, a cargo de formadores que, con la mayor sencillez, les abrirán los ojos a los enigmas de la vida.

La educación sexual ha de ser, en fin, una de las vertientes de la formación integral que ha de proporcionar la escuela, que recibe el doble mandato de la sociedad y de la familia para que forme cabalmente a futuros ciudadanos. Desde la escuela, hay que mostrar a los discentes la igualdad de géneros, la inadmisibilidad de cualquier forma de violencia en las relaciones interpersonales, la imprescindible concurrencia del mutuo consentimiento en cualquier aproximación sexual. En esto sí sería preciso un consenso claro entre los partidos democráticos, laicos, que vertebran la mayoría social.

Suscríbete para seguir leyendo