punto malva

Todo al rojo

Elena Fernández-Pello

Elena Fernández-Pello

Coco Chanel aconsejaba abusar del rouge à levres cuando venían mal dadas, para subirse el ánimo y plantar cara a las adversidades en mejor disposición. Paloma Picasso no sale de casa sin pintarse los labios, desde que tenía 6 años. Empezó a usarlo para ir al colegio. Sin su carmín, se ponga lo que se ponga, dice que se siente desnuda, insegura e indefensa. Durante la Segunda Guerra Mundial, en pleno racionamiento, Winston Churchill declaró las barras de labios producto de primera necesidad y en las páginas del Vogue británico se arengaba a las mujeres: «Beaty is your duty» («La belleza es tu deber»). Se suponía que un buen tono de pintalabios mejoraba la autoestima de la mujer que lo llevaba y ponía a tono a los hombres, que luchaban por ellas y por la patria en el frente. El pintalabios es, dependiendo de las circunstancias, de quién se lo ponga y de cómo se mire, arma de seducción, escudo protector, símbolo de libertad o de sometimiento patriarcal.

Elizabeth Arden repartió decenas de miles de barras de carmín entre las sufragistas, en una gran manifestación que colapsó la Quinta Avenida de Nueva York, allá por 1912. En los 60, las feministas de la segunda ola quemaron sujetadores y arrojaron sus lápices de labios a la basura, en un gran gesto de liberación colectiva. La afición al carmín viene de lejos, por lo menos de hace tres mil años, según las dataciones de restos de pigmentos hallados en excavaciones arqueológicas. Lo usaron las mujeres sumerias, que vivían en lo que hoy es Irak, y las egipcias, que obtenían el carmín machacando cochinillas, un insecto del que obtenían el apreciado tinte rojo y que aún se usa en cosmética. Cuentan que un médico andalusí lo mejoró allá por el siglo X, en un formato más similar al contemporáneo, en barritas y frascos, o, más rústico, en cáscaras de nuez. Su presentación más exitosa, con el mecanismo telescópico tan familiar, fue cosa de la casa Guerlain, que fue quien lo diseñó en 1880.

La historia del pintalabios se puede contar al hilo del desarrollo tecnológico, de las vicisitudes políticas y los movimientos sociales, culturales e incluso de los vaivenes de la economía. Por supuesto, tiene mucho que ver con el estatus de las mujeres en cada periodo histórico y en algunas épocas su uso se generalizó también entre los hombres, como en la corte francesa de Luis XIV. En 2001, Leonard Lauder definió lo que se ha dado en llamar, y tal cual se cita en algunas páginas sobre economía, como «el índice lipstick». Sirve, dicen, para predecir épocas de recesión, y el sistema de conversión es sencillo: el consumo de lápices de labios, y de cosméticos en general, el inversamente proporcional a las expectativas de crecimiento económico. Sus ventas se dispararon en la Gran Depresión de 1929, aumentaron notablemente en las crisis de 2001, en la de 2008 y tras la pandemia, cuando los labios quedaron liberados de las mascarillas.

No tiene mucho misterio, más allá de que es un lujo asequible, que tiene un efecto inmediato en el aspecto y el humor de quien recurre a él, aunque mejor no esperar milagros. Es, probablemente, el cosmético más universal, el más barato -en las versiones de supermercado no cuesta más de unos pocos euros- y el más rápido para avivar el color de una existencia que, a veces, se nos viene encima con demasiadas sombras.

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