Una de ética navideña

Hay cierto afán natural, aunque insuficiente, por empatizar y cooperar con los demás. Tal vez la clave esté en incluir entre nuestros intereses el de habitar un mundo coherente y armonioso

Regalos navideños.

Regalos navideños. / Shutterstock

La Navidad no solo es tiempo de cenas y regalos familiares, sino también de benevolencia hacia el prójimo. Toda la estética y la retórica navideña insiste en ese acostumbrado mensaje de fraternidad entre los seres humanos. Ahora bien, ¿puede este mensaje ser algo más que simple retórica? ¿Tenemos alguna razón de peso para comportarnos fraternalmente con los demás? ¿Es cosa de «razones» esto de ser bueno, o es más bien una cuestión emotiva o de pura fe religiosa? ¿Qué podría convertir el sentimental ramalazo navideño de solidaridad universal en principio rector de nuestra conducta? Es fácil empezar a responder a esto último. Para ser fraternalmente bueno de verdad —y todo el año— solo hace falta tener el deseo sincero de valorar y tratar a los demás como a nosotros mismos. Ahora bien —y aquí empiezan los problemas—, ¿qué pasa si no albergamos per se ese deseo? ¿Por qué habríamos de desear desearlo? ¿Qué nos debería importar a nosotros lo que importe a otros?...

Podemos soñar con que los humanos tengamos una cierta inclinación natural a considerar el interés de los demás con similar cuidado y comprensión que el nuestro, pero esta presunta empatía universal es puesta constantemente en duda por los hechos. Hechos que muestran que la mayoría de las personas, y salvo que pertenezca a su círculo más próximo, solo sienten una empatía fugaz y superficial por la suerte de su prójimo; prójimo del cual no tienen empacho alguno en aprovecharse si con ello ganan algo para sí y «los suyos». ¿Hace falta que demos ejemplos?

Otra respuesta más alambicada (por paradójica) es la que supone que tras el deseo de interesarse realmente por los demás hay una suerte de cálculo egoísta: «Si soy genuinamente bueno con otros, ellos también lo serán conmigo». Pero, de nuevo, no parece que esta «ley del egoísmo inteligente» pueda tener rango universal. Tal vez si respeto a mis iguales más cercanos (a mis vecinos, por ejemplo), haya más probabilidades de que ellos me respeten a mí. ¿Pero qué pasa si en vez de «mis vecinos» hablamos de «mis súbditos» o de «mis trabajadores»? La mayoría de los tiranos mueren de viejos. Y es harto improbable que la relación entre patronos y obreros cambie de tal modo que sean estos los que puedan explotar a aquellos. Piensen, por ejemplo, en los niños o mujeres que exprimimos en África o Asia para gozar de productos baratos aquí. ¿Creen que tendría sentido ser buenos con ellos «para que ellos también lo sean algún día con nosotros»? Tampoco el recurso a las leyes o acuerdos normativos nos libra del problema. La ley por sí misma, desprovista de otros argumentos, no es más que retórica y coacción. Pero la capacidad humana de coacción es limitada. ¿Por qué íbamos a respetar las leyes cuando nadie nos viera o cuando pudiéramos corromper al juez? Tampoco los acuerdos o consensos sirven de mucho si no hay una voluntad y una convicción firme que los sustente. Ahí tienen las resoluciones de la ONU u otros acuerdos internacionales, convertidos en papel mojado en cuanto dejan de interesar a unos u otros.

Por supuesto, tenemos también la religión. Las religiones procuran una retórica mucho más poderosa que la política y una coacción ilimitada (Dios lo ve todo, así que no hay escapatoria al que incumple su ley). El problema es que hay que creerse el cuento; y que gran parte de él ocurre en un ámbito trascendente, que es donde realmente cabría una solidaridad y una justicia real. ¿Entonces? Si ni las emociones, ni la utilidad, ni la ley (tampoco la de Dios) ofrecen motivos suficientes, ¿por qué habríamos de comportarnos fraternalmente con el prójimo?... A esta pregunta, la ética puede proporcionar una visión que, sin dejar de ser crítica, recoja, a través de una criba racional, «lo mejor de cada casa». Así, se podría llegar a reconocer que hay un cierto afán natural (aunque insuficiente) por empatizar y cooperar con los demás; que comportarse bien con los de tu especie es bastante útil (aunque no en un sentido estrecho de utilidad); que la conducta moral es intrínsecamente normativa (aunque no solo eso); y que la alusión a lo trascendente acaso sea inevitable (aunque no bajo el lenguaje mítico de la religión)…

Tal vez —y recogiendo todo lo anterior— la clave para ser bueno con el prójimo esté en incluir entre nuestros intereses personales el de habitar un mundo coherente y armonioso, en el que a seres reconocidos como iguales les correspondan propiedades y derechos iguales, y en el que el conjunto de nuestras acciones, tanto en presente como a lo largo del tiempo, adquieran sentido en orden a un marco mayor que trascienda y dote a nuestra particular existencia de valor, belleza y verdad universal… No es fácil, pero sin entender algo como esto, la posibilidad de que la retórica navideña nos salve de nuestra discapacidad moral es poco más o menos la misma que la de que nos toque el Gordo de la lotería.

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