Una Barcelona que fue: tres adioses

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Con dos meses de diferencia han muerto Ángel Jové y Rafael Moll, dos nombres que apenas dicen nada ahora, pero que dijeron mucho y además fueron esenciales en nuestra manera de entender el mundo. El tiempo pasa muy deprisa y el propio tiempo –que es el de cada nombre, de cada mujer, de cada hombre– se deshace entre las manos en progresión geométrica: cuanto más avanzamos en él, más deprisa va y desaparece. La arqueología, pues, es obligada.

Rafael Moll fue junto con Víctor Jou, el fundador de Zeleste, el bar-sala de música de la Barcelona setentera, situado en la calle Plateria cuando esa calle aún no se llamaba –o no se volvía a llamar, como prefieran– de l’Argenteria. Detrás del pesado cortinón rojo-granate que abría o cerraba Zeleste –el gran vestíbulo tras las vidrieras era un espacio anónimo– ocurrió todo. No digo de todo, sino todo, en aquella Barcelona y quien no estuvo no lo sabe, ni lo ha de saber nunca. La última vez que pasé por allí fue hace diez años, en un largo paseo matutino con Llucia Ramis –que en vida de aquella Zeleste no había nacido– y el local era una tienda de ropa cuya atmósfera apenas retenía nada de lo que había sido.

Pero si me refiero a la atmósfera, son referencia obligada las mesitas bajas de Zeleste iluminadas por unas lámparas de alabastro, muy art-déco, que parecían pequeños zigurats sobre una ancha base tubular. Esas lámparas –hoy valen un Congo– estaban diseñadas por Ángel Jové y digamos que nos dieron, a los habituales de Zeleste, un tono. Eran muy bonitas e iluminaban lo justo. Pero Jové, además de diseñador, actor y artista plástico, se casó con una hermana de Román y Lali Gubern, la mujer de Jorge Herralde. Si lo comento no es por practicar el name dropping clasista –siempre hay cierto clasismo al referirnos a distintas genealogías y más en la Barcelona burguesa–, sino porque ambas hermanas fundaron una pequeña librería –no por pequeña menos estupenda– llamada Letteradura, que publicaba una revista exquisita, casi un pliego, de literatura y pensamiento. El tejido, pues, va adquiriendo cierta consistencia.

Sigo con las revistas, pues si Jové estuvo muy cerca de Letteradura –que así se llamaba también aquella revista–, Rafael Moll creó otra revista de un solo número –Zeleste el título de su cabecera, de gran formato y si no recuerdo mal, de sólo cuatro páginas– que fue la precursora de Vibraciones, la revista de música pop-rock con complementos literarios y noticias barcelonesas. Ese único número se abría con un texto –vuelvo a repetir, si no recuerdo mal– de Leopoldo María Panero. Pero el espíritu creativo –o mejor, artístico– de Moll le llevó a ser el director musical de Zeleste y estar detrás del sonido de Onda Layetana, con discos y conciertos memorables. Sólo diré unos pocos nombres: Jordi Sabatés –gran LP su Vampyria–, Pau Riba, Jaume Sisa –ambos nuestros hermanos mayores y los que nos descubrieron que aquí se podía hacer música a la altura de la europea o la norteamericana–, Gato Pérez, La Orquesta Plateria, Toti Soler, o Companyia Elèctrica Dharma… ¿Hay quien dé más? Y como nota local, recordar a Maria del Mar Bonet cantando los poemas de Rosselló-Pòrcel, mientras un par de amigos insistíamos, pesados, en que repitiera Inici de campana con aquella atmósfera arabesca que ella le daba y que metamorfoseaba un poema palmesano en otro tangerino. De la inauguración de todo aquello que se aglutinó alrededor de Zeleste hace ya medio siglo y si recordamos el disco de Sisa Qualsevol nit pot sortir el sol –Rafael Moll en la producción, cómo no– podríamos sustituir a los personajes que desfilan por su canción más popular por muchos otros que vivieron Zeleste como una segunda casa, si no la primera a veces. Desde Ocaña y Camilo a la familia Montoya, con Lole y tantos otros que ya callo, pero nunca he de silenciar. Con Rafael Moll detrás y las lámparas de Ángel Jove iluminando cálidamente lo justo.

Ambos han muerto con dos meses de diferencia y entre ambos también murió una gran amiga de mi generación –Josefina Rul.lán– que vivió aquella Barcelona que fue y que si la comparamos con la de ahora, uno ya no sabe si la inventamos, o la soñamos. Creo que a Jose no le molestaría aparecer entre Moll y Jové, al contrario. Ella no produjo discos, ni escribió libros, pero tenía, ya desde muy joven, una sensibilidad especial para detectar el talento artístico de los demás y no sólo disfrutarlo, sino enriquecerlo con su afecto. Zeleste también fue su casa, del brazo de David, entonces novio aún. Antes he citado a Lole y me he dejado a Manuel, su pareja en la vida y en el cante. Hay dos discos que siempre me han recordado y han de recordar a Jose: uno es el primer LP de Lole y Manuel –que se titulaba con sus nombres y escuchábamos con las primeras luces del día en la sala de la casa de David en Sarrià–. El otro es Desire, de Dylan, y dos canciones en especial: Mozambique y Joey. Fueron y son suyas. Lo que vino después la reafirmó en quien era: una mujer amiga de sus amigos, siempre dispuesta, orgullosa de su hijo Eduardo –como lo estaba de sus hermanos–, respetuosa con todos, sin una mala palabra con nadie y con la profunda lección de vida que nos dio en la manera de afrontar su enfermedad. 2023 acaba sin ella, pero es sólo una apariencia y esto no es consuelo: hay una rara intensidad en algunas personas que hace que permanezcan para siempre como si estuvieran acompañándonos desde una esquina de la sala, sin interferir en la vida de los demás, sonriendo complacientes.

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