El necesario pelotón de soldados

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Check-point. / @Pedro Coll

Pedro Coll

Pedro Coll

El Canciller Otto von Bismarck (1815/1898) dijo algo que ahora estaría muy de actualidad: «España es el país más fuerte del mundo, los españoles todo el tiempo se dan palos entre ellos sin conseguir romperlo». A Goya, más de imágenes que de palabras, le bastó con retratarnos en su Duelo a garrotazos.

En nuestra vida democrática jamás habíamos llegado a tal nivel de crispación y enfrentamiento. ¿Qué queda para llegar a las manos? Suponíamos pasados los tiempos en que se imponía la voluntad del grupo más fuerte. No recuerdo golpes de Estado o revoluciones consolidados sin la colaboración de las fuerzas armadas. En las dictaduras de Franco, Pinochet y Videla, el ejercito fue fundamental. Hitler se valió de unas elecciones para acabar mutando hacia un estado militar y genocida. Putin, amparado en sus fuerzas armadas, se ha convertido en un Zar fascista. China, controlando con mano de hierro, ha alcanzado la cuadratura del círculo: combinar comunismo con capitalismo. Cuba, más papista que el Papa, es ya un Estado fallido y solo el ejército protege al Gobierno y al Partido Comunista de su inanidad.

Las elecciones generales de la Segunda República española, en febrero de 1936, fueron ganadas por una coalición de izquierdas que había iniciado importantes avances sociales. Solo cinco meses después, se produjo el alzamiento nacional contra el orden constitucional existente. Aquella lucha fratricida dejó un saldo de más de ciento cincuenta mil muertos. Los vencedores, las fuerzas armadas golpistas, sometieron a los vencidos a casi cuarenta años de gobierno totalitario. En los inicios de la actual democracia, en 1981, el tándem militar ‘Armada/Tejero’ quiso reeditar la aventura del 36, pero pinchó en hueso. El ejército acabó respetando la Constitución. Las recientes y amenazantes palabras de Abascal en Buenos Aires (este 11 de diciembre) nos han trasladado a sensaciones filo/golpistas que creíamos desterradas.

Hoy España no es para nada la del 36. Es la cuarta economía más grande de Europa, su ejército está integrado en la OTAN y la cotidianidad de nuestras calles no muestra conflictos. Al año nos visitan casi setenta y un millones de extranjeros, testigos de nuestro equilibrio social. El explosivo tema de la ley de amnistía se irá asimilando, presenciaremos debates y enfrentamientos parlamentarios y judiciales entre los dos bloques y las leyes irán marcando los límites de unos y otros. Es más, esta ley aún puede llegar a ser considerada anticonstitucional y que nos veamos abocados a nuevas elecciones. ¿A cuenta de qué tanta ansiedad y tanta bronca? Así solo conseguirán desgañitarse. Al PP le sugeriría que cambiara el slogan lanzado por el bélico Aznar, ‘él que pueda hacer, que haga’ por ‘él que pueda pensar, que piense’.

Augusto Pinochet, aquel siniestro general agazapado tras unas gafas oscuras, se levantó contra el Gobierno legítimo chileno del socialista Salvador Allende, al que asesinaron. Al día siguiente del golpe, la portada el diario ABC de Madrid exhibía una fotografía de los golpistas y un gran titular: El necesario pelotón de soldados. En esta frase está la esencia del pensamiento golpista. En los levantamientos de Franco (1936), Pinochet (1973) y Videla (1976), la justificación fue la misma: el caos social… pero, sobre todo, la amenaza de cambios legislativos no deseados por las clases poderosas. Las consecuencias de estos tres golpes de Estado fueron la pérdida de las libertades y la implacable persecución y desventura para los disidentes.

La Constitución es el paraguas que nos protege. Quien piense que la ley de amnistía incumple la Constitución tienen el derecho a argumentarlo, siguiendo los procedimientos establecidos por la ley. Y, a la vez, quienes no la están cumpliendo desde hace un lustro, deberían dejar de infringirla permitiendo la obligada renovación de un CGPJ que les es descaradamente afín. Porque la Constitución es la misma para todos.