Una ibicenca fuera de Ibiza

Historia de una rana que saltó

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

No sé si al lector también le pasa, que se compra unos zapatos y se da cuenta de que quieren bailar. Cuando mi hija era pequeña —más bonita, ella—, recibía con una sonrisa mayúscula cada par de zapatos nuevos. «¡Gracias! ¡Me encantan!». Y entonces la detenía con gesto serio: «Eh, no tan deprisa. Primero hemos de comprobar si saben saltar». Y saltaba como loca mientras gritaba: «Sí que saltan, ¿lo ves? ¡Saltan! ¡Saltan!». Y doy fe de que saltaban.

Aquí tienen un ejemplo práctico de lo que es la asociación de ideas. No sé si a ella le sucederá —conociéndola como la conozco, probablemente— pero yo me veo la punta de los pies enfundados en unas botas nuevas y no brinco como un saltamontes, pero veo saltar a aquella pequeña pelo pincho como si estuviera allí mismo. Y como si mi cabeza fuera un ordenador, sin cerrar esa ventana de la nostalgia, empiezan a abrirse otras muchas pensando en lo curiosísima que es esa palabra: ‘saltar’. En la RAE hay 27 acepciones, ¡27! Y hay que llegar hasta la 7 y la 8 para encontrar sus usos más comunes y a la vez, dispares, como «Alzarse con impulso rápido, separándose de donde se está» y «Arrojarse desde una altura». Así que alzarse y arrojarse es en lo que se ha convertido una palabra que tiene su origen en el latín saltāre que no era trepar ni lanzarse, sino ‘danzar, bailar’.

Entre nosotros les digo que para mí saltar es más bien enfrentar la gravedad por un rato y aquí sí que valen todas las acepciones que se les ocurran de la palabra ‘gravedad’. ¡Por eso precisamente vuelan los pájaros! Cagados de miedo, pero ven volar a otros y piensan que no será para tanto. Y saltan.

Pero también saltan las lágrimas, saltan las alarmas, saltas de alegría, das un sobresalto. Se salta a la fama, se salta la clase, el examen, la cola. Hay un listo que se salta la lista de espera porque un amigo de un cuñado conoce a un concejal. Cada vez que te saltas el muro de pago muere un columnista, salta a la vista. Salta la noticia, salta un azulejo, salta la luz, salta al terreno de juego, salta un obstáculo, se salta un capítulo y es imperdonable saltarse los preliminares, ¿alguien conoce a alguien al que le saliera bien el salto del tigre? Saltar de pronto, sin paracaídas, y sin red; saltar al vacío, lanzarse a un triple salto mortal ¿y si tus amigos saltan de un puente, tú también lo vas a hacer? No tiene nada que ver un salteado con un salteador, saltar de la cama con un salto de cama ni ligarse a un yogurín con ser un asaltacunas. Mrs. Robinson, me asaltan las dudas. Las competiciones de saltos están tan extendidas que además de las disciplinas olímpicas están el jumping, bunging, puenting y hasta el balconing.

En las fiestas de Castrillo de Murcia, en Burgos, desde hace 300 años irrumpe El Colacho, un hombre que representa al diablo saltando por encima de todos los bebés que tienen dispuestos a lo largo de la calle sobre colchones. La noche de San Juan saltamos las hogueras pidiendo suerte para el año que viene. Hay pequeños pasos para el hombre que son un gran salto para la humanidad pero también es más fácil hacer que un camello salte una zanja, que hacer que un tonto descubra la verdad. Los tontos somos nosotros cada vez que un político salta del cargo a ser consejero en una multinacional. Pero para finales felices, el cuento de la pulga, el saltamontes y la rana que compiten a ver quién salta más alto. Va el rey y anuncia que al mejor saltador le entregará a su hija —porque créanme que hasta no hace tanto los hombres se creían con derecho a hacer con las mujeres lo que quisieran y así lo recogen los cuentos—. Sucede entonces que la pulga dice que salta, pero como es tan pequeñita, no la ven; el saltamontes salta, pero tan cerca del rey que lo asusta, y se enfada, y la rana tarda y tarda; se lo piensa o piensa en otras cosas —porque la asociación de ideas es así— y de repente, ¡croac! Salta, sin garbo ni altura pero directita al regazo de la princesa. Sentencia entonces el soberano que efectivamente no hay ningún más alto en el país, ¡en el mundo entero!, que los brazos de la hija de un rey y se la entrega. Y a falta de cualquier mención a la opinión de la princesa en este cuento, el resto me lo invento. Sucedió que a la princesa ni se le pasó por la cabeza besar a aquella rana con la esperanza de que se convirtiera en príncipe, sino que si se quedó con ella es porque la quiso tal cual era; porque la vio buena compañía para la vida y de paso, mira, abandonaba aquel castillo y los mangoneos de su padre. Ahí te quedas, rey. Y se marchó con lo puesto pero dejando atrás no uno, sino dos zapatitos de cristal y se calzó unas zapatillas locas de las ganas de bailar cantando escalera abajo:

«Voy por mi camino, sin preocupación, pasa la gente y me miran mal, pero no me importa, a mí me da lo mismo, hoy estoy alegre y tengo ganas de saltar ¡Yo digo salta, salta conmigo! ¡Digo salta, salta conmigo! ¡Salta, salta conmigo! Chu-chu-chu-chu-chu, ¡salta!».

@otropostdata

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