PISA nos sitúa en el furgón de cola

Sin memoria no hay comprensión lectora ni conocimiento fuerte ni capacidad de relacionar ideas ni, en realidad, esperanza alguna de futuro

Un alumno trabajando con un ordenador portatil en clase

Un alumno trabajando con un ordenador portatil en clase / La Opinión

Daniel Capó

Daniel Capó

Nada es tan sencillo como aparenta y, por ello mismo, haríamos bien en preservar cierta noción de prudencia ante cualquier atisbo innovador. En la enseñanza se está implantando una revolución pedagógica y llevamos años —dos décadas se diría— pagándolo con intereses. Por supuesto que hay y que habrá excusas; seguramente demasiadas. Todas ellas contienen una parte de verdad y otra quizás de exageración. El impacto de las nuevas tecnologías ha sido —y es— descomunal, pero en ningún momento se ha sabido integrarlo ni valorarlo en su justa medida. El argumento de que la informática es el futuro resulta tan razonable como absurdo resulta creer que las tablets en primaria mejorarían la capacitación de nuestros hijos (en todo caso, les dificultan los periodos prolongados de atención). Un argumento aún más grosero es el que propone sustituir la memorización —y su valor pedagógico— por el uso de Google o de Wikipedia. Sin memoria no hay comprensión lectora ni conocimiento fuerte ni capacidad de relacionar ideas ni, en realidad, esperanza alguna de futuro. Los mandatos de la memoria («recuerda que fuiste polvo, recuerda que fuiste esclavo en Egipto…») forman parte de la génesis de la civilización occidental. El olvido, en cambio —y la ignorancia es una modalidad programada de olvido—, invoca la muerte y equivale a un suicidio. La nada es una tierra baldía que ninguna técnica competencial logrará remediar, por más que las competencias sean otro de los tópicos que se vienen repitiendo desde los púlpitos académicos de la pedagogía. Luego se aducen las variantes sociológicas: unas con ribetes racistas, como sería el exceso de alumnado inmigrante en el aula o el nivel sociocultural de las familias, y otras económicas, como la escasa inversión pública en los colegios.

Para los conservadores, en cambio, la falta de rigor y de esfuerzo —de meritocracia, en suma— sería la causa de nuestros males. Tampoco parece una explicación suficiente, a pesar de su esquematismo. Pero la cuestión no es el esfuerzo —que, por otra parte, sí lo es— ni su evaluación —tantas veces falaz—, sino el sentido inmediato de un currículum que recupere las bases cognitivas del aprendizaje, reduzca una burocracia absurda, exija la corresponsabilidad del alumno y coloque las matemáticas, la lectura y la memoria razonada en el centro mismo del proceso educativo. Al igual que sucede en el deporte, no hay que rechazar la práctica continua —casi monotemática— de unas pocas materias que actúen como fundamento de las demás. La curiosidad, por lo demás, exige el saber del alumno y el entusiasmo del profesor, pues sólo transmitimos aquello que amamos y de lo que estamos convencidos.

El último informe PISA nos ha vuelto a sacar los colores, situándonos en la periferia del conocimiento global. Sin unos resultados aceptables, estamos condenados a la irrelevancia cultural tanto en el campo de la ciencia como en el de las artes. La quiebra del sistema de enseñanza, cada vez más presionado por la competencia privada y la radicalización pedagógica de las nuevas leyes educativas, nos coloca en un pesado furgón de cola. La gran paradoja es que para progresar hace falta volverse antiguos y mirar hacia el futuro sin dejar de lado las virtudes del pasado. No es necesario que venga PISA a recordárnoslo. Algo muy importante no funciona bien.

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