Perfil
Agustín Ibarrola, aquella chapela
El pintor y escultor bilbaíno, creador del Bosque de Oma, ha fallecido a los 93 años
Juan Cruz
Hablaba como para dejar huecos, para que el otro terminara la vocalización de sus ideas, porque él en realidad lo que quería era esculpir, llenar de árboles pintados por él las plazas del País Vasco, su pueblo.
Amparado en aquella chapela que ahora es parte de la historia, estética y ética, de su tierra, Agustín Ibarrola llegó a Tenerife, en 1974, como un huido de todas partes, y como un hombre que quería plantar, sembrar, hacer de su arte una semilla.
En Tenerife, cuyo Colegio de Arquitectos había traído también a Joan Miró para explicar que el firmamento y la tierra se juntan para explicar la raíz de la creación artística en cualquiera de sus dimensiones, se hizo Ibarrolla el amigo de todo el mundo que quisiera escuchar el sonido de su escultura.
Hablaba bajito, buscando los ojos de la gente, y aún no tenía impreso, en su ser, hasta en su gesto, el miedo que luego circuló en su país (otra vez) en los tiempos de la naciente democracia. No lo dejaron ni a sol ni a sombra, era sospechosa su defensa de la libertad, así que él arreció en su compromiso, que convirtió en parte de la lucha de Euskadi por la libertad cuando ETA se empeñó en hacer de su pasado tenebroso un futuro aun más paradójico: acabado el periodo del dictador, ¿qué hacía ese odio al que buscaba de su país un territorio de paz, distinto a aquel que había generado tanta muerte?
Al declararlo enemigo de su propia raíz quisieron inutilizarlo, pero se fue por plazas y bosques, y por otros territorios del suelo español a hacer como en Tenerife: mostrar su arte. La naturaleza y la metáfora, cultivadas por él como una sola música de la tierra, eran la esencia de su mensaje. Una vez, en 2000, lo vi exponer en Valladolid. Él estaba con su mujer, Mary Luz, a quien por entonces le había preguntado su nieto por algo que le habían dicho en la escuela. “Me han llamado españolista. ¿Eso qué es?”
Interrogantes como cuchillos
De preguntas así, de interrogantes como cuchillos, se hizo la vida de los Ibarrola, sometida entonces, antes y después, a la falta de libertad, a la intimidación y al insulto. Allí, y en todas partes, aquel hombre con chapela y árboles iba llevando el espacio que la naturaleza le regalaba al arte. No había en la estructura de aire de su apuesta ningún lugar común político, sólo había símbolos de su libertad de respirar. Y al nieto lo llamaban españolista y a él le hurtaban el pan, la sal, de su libertad para inventar, en medio de los bosques, imágenes que le venían desde debajo de la chapela.
En esa exposición de Valladolid, me dijo, había huecos que no eran agujeros. Hablaba en metáfora, como los poetas y como muchos vascos que, como él, han estado años y años hablando por señas para que no cayera sobre ellos la cruz de la venganza… por ser “españolistas”. Me contó que en un bar de su país le habían gritado:
--¡¡No tienes derecho a llevar chapela!!
Si la chapela era su patria, igual que la lengua y la mirada, ¿cómo iba Ibarrola a quitarse la chapela?... Él lo pintó todo, lo miró todo, y muchas veces sus bosques parecían los bosques que vivió, aunque los buscara en otra parte. Su país iba con él, como su chapela, como las paredes que animó con sus gestos.
“Me sorprende”, me dijo aquel día en Valladolid, “siempre que llego a una ciudad y veo las paredes limpias”. En tiempos peores él animó hasta las paredes.
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