Tierra de nadie

Recaídas

Juan José Millás

Juan José Millás

El mal humor es adictivo. Hay gente que no puede empezar la mañana sin un café bien cargado y gente que necesita tener una bronca antes de entrar en la oficina. Me lo explicó un taxista que me llevaba a la consulta de mi terapeuta:

—Yo le cogí gusto al mal humor y estuve cinco años enfadado.

—¡Cinco años! —repetí con asombro.

—Como lo oye, cinco años. Agarré una úlcera de estómago que me llevó, después de varios médicos de digestivo, al psicólogo, porque la úlcera era, por lo visto, el resultado de una somatización. El psicólogo me preguntó que por qué estaba tan enfadado y no fui capaz de responderle. No me acordaba. Llegamos a la conclusión de que un día me cabreé por algo y ya no pude dejar de estar cabreado, como el que fuma un primer cigarrillo y se engancha a la nicotina.

—¿Y qué hizo?

—Pues me desintoxiqué. No fue fácil porque el mal humor es muy tentador, sobre todo en esta profesión, en la que a veces tienes que tratar con clientes horribles.

—¿Y se considera completamente curado?

—Bueno, esto es un poco como lo de los exalcohólicos: que no deben ni oler el corcho de una botella de vino porque recaen. Aunque ya no beban, suelen decir que siguen siendo alcohólicos. A mí me pasa igual: no debo ceder a la tentación de enfadarme porque enseguida le cojo el gusto.

—¿Entonces está todo el tiempo alegre?

—Alegre, alegre, no, porque la alegría también tiene algo de droga. Digamos que me mantengo estable, sin altibajos.

—O sea —deduje—, neutro.

—Eso es, ni frío ni calor.

Cuando le comenté a mi psicoanalista el extraño caso de este hombre, me preguntó qué pensaba del asunto. Le dije que yo estaba un poco enganchado al pesimismo. Solía imaginar catástrofes que por lo general no sucedían, lo que, lejos de aliviarme, me volvía más pesimista, si cabe. Era, en fin, un drogota del pesimismo como el taxista lo había sido de la amargura. Decidí entonces quitarme del pesimismo, pero cada vez que leo el periódico recaigo en él. No ayudan.

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