Los dos lamentos

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

¿Quién tiene razón? ¿Los palestinos? ¿Los judíos? Ya sabemos que la situación es enrevesada y que Israel es culpable de muchas cosas en el tratamiento cruel de los palestinos, pero convendría ejercitar un poco la memoria (sobre todo cuando se manipulan tanto los hechos). Y los hechos incuestionables son los siguientes: las Naciones Unidas acordaron en 1947 la partición de Palestina en dos estados soberanos, uno palestino y otro judío. Era una solución razonable que hubiera dado un Estado a cada pueblo y que los hubiera obligado a cooperar en vez de enfrentarse, pero las cosas no salieron bien. Los judíos -a regañadientes- aceptaron el acuerdo y proclamaron la independencia de Israel el 14 de mayo de 1948. Pero al día siguiente -¡al día siguiente!- la Liga Árabe declaró la guerra santa a Israel e invadió el territorio teóricamente judío. Al final, los países árabes perdieron la guerra, lo que privó a Palestina de su estado legítimo. Ahí empezó el conflicto. Y si ahora Israel ocupa -ilegalmente- territorio palestino, es porque los países árabes se negaron en su momento a aceptar una solución de consenso que podría haber evitado los 75 años de enfrentamientos y de sufrimiento ininterrumpido. Es así de simple. Pero de eso, por supuesto, no habla nadie.

El caso es que hubo una primera guerra, la guerra de 1948 entre árabes y judíos -la primera de muchas guerras como la que ahora se sigue combatiendo en Gaza-, y en esa guerra luchó un judío jovencísimo que sólo tenía 17 años. Se llamaba Yoram Kaniuk y sobre esa experiencia de combate en una unidad de élite, el Palmaj, escribió un libro extraordinario, 1948 (publicado por Asteroide). En esa guerra, Yoram Kaniuk vio la primera mujer desnuda: era una monja que murió en los combates del monasterio de San Simón y cuyo cuerpo desnudo quedó tendido en un camino. Kaniuk se agachó a cubrirla con un trapo y justo en ese momento una bala le pasó por encima y mató al soldado que iba a su lado. Ese súbito gesto de piedad hacia una pobre mujer desnuda le salvó la vida. Son cosas que ocurren en las guerras (una experiencia, por fortuna, de la que no sabemos nada).

Pero lo más importante que cuenta Kaniuk no es eso, sino la escena que relata la toma de un poblado árabe, Ramla, por parte de las tropas israelíes. Yoram Kaniuk estaba ahí. Y justo después de que las tropas judías tomaran el poblado, llegaron varios camiones cargados de supervivientes del Holocausto. Los supervivientes hablaban toda clase de idiomas: alemán, búlgaro, polaco, rumano, griego, húngaro, ruso, ucraniano, yidis… Al ver las casas vacías, todos esos supervivientes empezaron a lanzar alaridos de júbilo que sonaban como un desesperado grito de horror. Ni siquiera se dieron cuenta de que había una fila de refugiados que estaba abandonando el poblado. Esos refugiados eran los legítimos dueños de las casas, pero los supervivientes ni siquiera se dieron cuenta de su existencia. Al ver las casas vacías, empezaron a correr como locos y metieron en su interior sus pocas posesiones (un abrigo, un sombrero, una bolsa medio vacía, poco más). En un segundo se apoderaron de las casas como si fueran sus dueños de toda la vida. Y cuando los árabes que un día antes vivían en esas casas vieron llegar a los judíos, empezaron a soltar un grito desesperado de rabia y de dolor que sonaba igual que el grito de júbilo de los judíos. Según Kaniuk, no había ninguna diferencia entre esos lamentos. O bueno, sí, había una diferencia. Los supervivientes del Holocausto decían que los árabes tenían suerte, ya que al menos tenían algún lugar a donde huir. En cambio, ellos, los judíos centroeuropeos, no habían podido huir a ningún sitio durante el Holocausto. En cierta forma no les faltaba razón, pero una cosa no niega la otra. El caso es que aquel día, en Ramla, se oyeron los dos lamentos. Y si no somos capaces de escuchar esos dos lamentos -el lamento de desesperación de los supervivientes del Holocausto y el lamento de horror de los palestinos obligados a abandonar sus casas-, jamás podremos entender nada. Nada.

En nuestra época, la memoria es tan molesta como una plaga de chinches. Nadie quiere hacer memoria, nadie quiere buscar el origen remoto de lo que ocurre. Preferimos los clichés, los lugares comunes, las vergonzosas consignas que hacemos pasar por verdades incuestionables. Lo hemos visto estos días después del ataque de Hamás a Israel. Ante todo, Hamás no tiene nada que ver con la Autoridad Nacional Palestina que gobierna en Cisjordania y que tiene una actitud mucho más liberal. Un poeta palestino me contó hace tiempo, mientras destapaba un botellín de cerveza con un hábil movimiento de dedos, que odiaba a Hamás tanto como odiaba a los israelíes. De hecho, los terroristas de Hamás lucharon en una cruenta guerra civil contra la Autoridad Palestina hasta expulsarla de Gaza para instituir su tétrica dictadura teocrática (tan alabada por nuestra izquierda infantiloide, por cierto). De eso nadie habla, repito, pero las cosas son así. Y cada vez que intentamos opinar, convendría que escucháramos esos dos lamentos que suenan igual aunque uno sea de júbilo y el otro de desesperación: esos dos lamentos que nos llegan aún desde la noche de los tiempos.

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