Tribuna

Luz de septiembre

J. Teresa de Ruz Massanet

J. Teresa de Ruz Massanet

El ritual de cada año es en septiembre. Se produce en Platja de Muro; unos cuantos metros metida hacia el mar adentro pero mirando hacia la arena, veo las sombrillas coloridas ya lejos. Siento todo el mar en mí algo más fresco, un bálsamo que me hace flotar, donde cualquier dolor se desvanece. Sin embargo, no me he alejado tanto como para que el agua salada me llegue por encima del cuello. Lo de lograr zafarse de esos extremos es una habilidad adquirida con el tiempo. La experiencia y la prudencia son aliadas mientras se navega por el camino del agua, esquivando las olas grandes cuando hacen su imponente aparición.

Desde ese punto de vista panorámico, extraño y necesario, justo a la inversa de cuando alguien se va a reflexionar a la playa o cerca del mar, en el que el horizonte se vuelve un infinito compacto azul de cielo y mar, la arena iluminada de la orilla con sus aún veraneantes, me devuelve la foto de algo que está desapareciendo irremediablemente. Percibo que está escapándose de mis manos, como los mismos granos de arena blanca y seca, que huyen del puñado: por más que aprietas, ellos siempre se van, sin ninguna prisa. Sin embargo, noto que eso ya se ha ido, porque en ese ir desapareciendo, en realidad, algo ya ha cambiado y por eso ha dejado de ser lo mismo.

La luz brillante y rabiosa de hace unas semanas en agosto, ya no es igual y el cielo no es tan alegre, se ha vuelto algo más blue. Es la luz de septiembre.

Me sumerjo para intentar que el mar me limpie de esas visiones de despedida. Siempre el mar. Arreglo mi cabello hacia atrás como si así se me despejaran las ideas y para prepararme con una frente alta y limpia a lo que ya acontece en superposición, con el fin del verano.

Lo escolar y académico, los deportes y gimnasios, los nuevos proyectos laborales, los anuncios de la nueva temporada en los grandes almacenes, las colecciones «planetarias», el mirar el calendario para localizar el próximo festivo o puente. Todo se va y todo vuelve. Incluso Palma, que tímidamente intenta regresar.

A septiembre le he puesto una etiqueta encorsetadora, a lo señorita Rottenmeier, con monóculo incluido: es un mes de cambios que quizás anuncie la estanqueidad de las rutinas. La homogeneidad de las mismas, nos salvará de todo. He dicho. Porque para ser sinceros, el disfrute del verano debe su origen a todo aquello que ocurre el resto del año. Sin la vida que transcurre de otra manera en esos otros meses, no habría ese verano de vacaciones, sopars a la fresca con amigas, cervezas, viajes, playas, peces que te mordisquean, chanclas, arena hasta en el salpicadero, risas, ver pelis hasta las tantas, menos horarios, leer más y mejor, filosofar con el móvil en la mano mientras deslizas reels y tiktoks, cocinar algo distinto y olvidar la receta, no hacer nada, conversar de cualquier cosa con un amigo en concreto a la hora más insospechada, sentir que el tiempo es tuyo para hacer lo que te dé la gana, pensar fugazmente en el trabajo que te espera a la vuelta para ir aprendiendo que en eso hay que pensar menos, el mar y siempre el mar, su profundidad, su sagrado silencio sólo interrumpido por el glu glu sordo de cuando te sumerges, el pan con all i oli y su paella sobre un mantel de hilo blanco, el vino de aguja helado, camisetas de algodón, pendientes bonitos, el amarillo feliz de la vida en las vacaciones y el verano.

La luz de septiembre nos promete también que todo eso volverá.