Tormenta

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Paseo por la playa mientras se oyen truenos lejanos. Todo está lleno de nubarrones muy negros -cumulonimbus, creo que se llaman- y parece que va a caer una tormenta de las gordas en cualquier momento, pero la playa está bastante llena y todo parece muy tranquilo. Hay jubilados leyendo en las tumbonas, parejas con hijos pequeños que juegan en la orilla, y hasta veo a un tipo solitario con gorra de béisbol que se toma una especie de cóctel en un chiringuito. Se diría que es una imagen idílica, si no fuera por los truenos amenazadores y por los nubarrones que se extienden sobre nosotros. Para empeorar las cosas, las bandadas de gaviotas -grandes y feas como buitres- sobrevuelan la orilla a muy poca distancia de donde estamos. Parecen buscar algo, o presentir algo, o huir de algo. En cualquier caso, parece que no les hace mucha gracia que unos humanos indolentes estén ocupando un territorio que consideran suyo.

No sé por qué, esta imagen playera en un día de tormenta (una tormenta que se presiente pero que no acaba de llegar) es la mejor definición que se me ocurre para describir el momento político que estamos viviendo. Todo parece en calma, todo parece en orden, pero a lo lejos se oyen truenos amenazadores y los nubarrones son cada vez más negros y más densos y más siniestros. Pero aun así, nadie parece inmutarse y todo el mundo hace como si no pasara nada, o más bien como si fuera mejor fingir que no está pasando nada. Los niños juegan en la orilla, los jubilados bostezan mientras miran el mar revuelto desde las tumbonas, y el tipo de la gorra de béisbol se ha decidido a pedir su segundo cóctel. Quietud absoluta, brisa fresca, ritmo sosegado y ojalá todos los días fueran así.

El otro día, no sé quién escribió que la sociedad española estaba viviendo un proceso de «fentanilización» que la mantenía en una especie de letargo inalterable. Como es sabido, el fentanilo es un opioide 50 veces más potente que la heroína que ha ocasionado más de 70.000 muertos en Estados Unidos en los últimos dos o tres años. El fentanilo es la droga que convierte a los adictos en zombis que apenas pueden tenerse en pie. Hay avenidas enteras de Los Ángeles y Nueva York y Filadelfia donde miles -sí, miles- de muertos vivientes van tambaleándose por la acera a la espera de la siguiente dosis. Las estaciones de metro están abarrotadas de adictos al fentanilo. Prince murió por una sobredosis de fentanilo. Y también Tom Petty uno o dos años después.

Por fortuna, nosotros no estamos padeciendo esta epidemia, al menos de momento (crucemos los dedos). Pero es evidente que sí estamos padeciendo un entumecimiento moral y un embotamiento de la sensibilidad muy parecido al que experimentan todos los que caen atrapados por el fentanilo que hasta hace poco se vendía con bastante facilidad en las farmacias norteamericanas. Es como si todos nos hubiéramos inyectado una droga que nos impide reaccionar y movernos y decir lo que pensamos. Es como si ya nada nos importara, una vez satisfechas las necesidades diarias y una vez comprobado que nuestra rutina se mantiene inalterable. Es como si de repente nos hubiéramos vuelto incapaces de interpretar lo que ocurre, y peor aún, como si ya no supiéramos prever las consecuencias de lo que está ocurriendo. Igual que la gente que pasea por esa playa bajos los nubarrones, oímos los truenos lejanos y sabemos que los cumulonimbos se extienden sobre nuestras cabezas, pero somos incapaces de mover un dedo para volver a casa. Seguimos mirando el horizonte, seguimos jugando en la orilla, seguimos pidiendo un cóctel al lado del tipo solitario de la gorra de béisbol. Es posible que si alguien se moviera y empezara a correr todo el mundo hiciera lo mismo al instante. Pero como nadie se mueve, y como todo el mundo parece creer que todo está en orden, nadie se atreve a ser el primero en señalar que la tormenta va a caer en cualquier momento.

De lo contrario, es inexplicable que aceptemos la estrafalaria situación política actual con la indiferencia que estamos demostrando en estos días. ¿Es posible que nadie piense que es un disparate negociar un programa de gobierno con un prófugo de la justicia que además defiende unas ideas supremacistas de extrema derecha? ¿Es que nadie ve nada raro en que se plantee la idea misma de conceder una amnistía a los protagonistas de un golpe de estado institucional? ¿Es que se puede concebir desmantelar jurídicamente el régimen constitucional por el capricho de un presidente del gobierno que parece actuar como si ningún acto humano, ni siquiera los más reprobables, tuviera jamás consecuencias en las vidas de los ciudadanos? ¿Cómo es posible que nadie vea los nubarrones que se apelotonan sobre nosotros? ¿Cómo es posible que nadie mueva un dedo? ¿Cómo es posible que nadie diga nada? Pues así estamos.

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