Vacaciones sin descanso
Este verano han sido múltiples los escritos en diversos medios de comunicación, incluido el propio, referidos al uso y disfrute de las vacaciones que se supone disfrutamos.
«¿En qué momento de mi vida empiezan a ser accesibles las vacaciones?». Me planteo a menudo cuando se tarda en aprender a no hacer nada. Esto sucede especialmente cuando visitamos un lugar mil veces visto y no somos turistas, sino simples vagos. Cuando viajamos más a la infancia que a un destino geográfico concreto. «Creo que es una reconquista aquella forma de vivir que conecta con lo más humano, que era no tener la sensación de perder el tiempo, sino de disfrutarlo» (Azahara Alonso. «Gozo»). Tal tipo de vacaciones pierde vigencia, el turismo no siempre incluye el descanso. Los motivos son claros y evidentes.
Nuestras clases medias, durante años gozaron de sus vacaciones (quince días, un mes…) en lugares donde habían pasado habitualmente sus vacaciones cuando eran pequeños, donde gozaban perder el tiempo con sus amigos/as, donde podían disfrutar de bañarse en el mismo lugar, donde se gozaba de mirar al mar, donde se reencontraban en el café de siempre.
Después del confinamiento tales familias querían gozar y destinaron (¡los que pudieron!) parte de sus ahorros a viajes y a vacaciones «clásicas».
Hoy resulta imposible. Con sus salarios tienen dificultades para cubrir sus gastos corrientes. No pueden hacerse cargo del alquiler/hipoteca, y sus gastos anexos (energías, electricidad, gas…) los costes básicos de alimentación están absolutamente descontrolados. Con sus salarios tienen dificultades para cubrir sus gastos corrientes.
Voy a referirme a un lugar real, donde soy un privilegiado al poder gozar de mis vacaciones sumisas al dolce far niente. Pero el entorno ha cambiado. Pisos y viviendas libres. Menos ocupación de espacios públicos. Los días laborales la circulación rodada en primera línea es perfectamente soportable. Los fines de semana la carga es insufrible. Muchos de sus usuarios son familias que antes pasaban sus vacaciones, cortas o largas, en el lugar; y ahora visitan a unos amigos, se bañan en sus aguas….
En segundo lugar, reproduzco fragmentos de un escrito de Mercé Marrero, titulado «El veraneo de Clara» publicado el pasado 11 de agosto en este mismo periódico. «Clara ha comenzado sus ansiadas vacaciones Toca desconectar, relajarse y disfrutar de la isla. Que suerte tiene. O eso es lo que ella cree. Llega el momento de la playa. Quiere ir en transporte público. El trayecto dura una hora más de lo habitual. Tampones, colillas, latas. En vez de aguas transparentes, silencio y arenas limpias, la playa está repleta de sombrillas y hamacas a 20 euros, motos de agua y barcas varadas». Pobre Clara, pobres muchos de nosotros.
Es posible que más de uno me incluya entre los que consideran como «turismo fóbico». No es así. Lo que hoy parece un éxito puede convertirse en un fracaso. Seguir apostando por la masificación, rechazada por parte relevante y significativa de nuestros turistas asiduos, y por el uso abusivo de nuestros recursos naturales y medioambientales no es sostenible ni económica ni socialmente, ni para que los residentes podamos gozar unas vacaciones satisfactorias. ¿Qué gobierno puede garantizar tales objetivos? Más claro, agua.
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