La suerte de besar
El veraneo de Clara
Clara ha comenzado sus ansiadas vacaciones. Toca desconectar, relajarse y disfrutar de la isla. Qué suerte tiene. O eso es lo que ella cree
Clara ha empezado sus vacaciones. Habría preferido tomárselas en mayo o en octubre, meses verdaderamente amables para disfrutar de Mallorca, pero esa no es la costumbre entre los asalariados. Este año no viajará y ha decidido disfrutar como hacía antaño. Sin muchos planes ni pretensiones y abierta a todo. Clara, por fin, silencia la alarma y se relaja.
El sol entra por el hueco de la persiana. Trata de adivinar la hora. Las diez. Bravo. Casi once horas de descanso del tirón. Se siente bien y, para celebrarlo, decide desayunar en ese café con geranios en las ventanas, sombrillas rojas y mesas de madera. Después, playa. Necesita conectar con la naturaleza y consigo misma. Está en la isla más bonita del mundo y hay que exprimir cada segundo. Abre el portal de su edificio y se topa con filas de guías turísticos y rebaños de visitantes que no saben si están en Palma o en Las Palmas. Clara no recordaba que hoy era día de cruceros. De lo contrario, habría madrugado. Logra cruzar la calle dando un ligero toque a un chico empanado y con cara de resaca que se ha quedado mirando una farola, grita unos cuantos scusa y consigue hacerse un espacio y caminar entre el gentío.
Con la camiseta empañada de sudor, Clarita toma asiento en el bar de ensueño. Pide un bocadillo de queso y un café con leche y paga 12,50 euros. Cuando pregunta si hay algún error, el camarero guapísimo y antipatiquísimo a partes iguales le explica que el panecillo es de harina autóctona fermentada durante horas, que el queso proviene de una vaca criada en un entorno feliz y que el café es de un cultivo solidario sito en la otra punta del mundo. Pide perdón por ser una autóctona ignorante y piensa que, quizás, ciertos lugares no son para público mallorquín.
Llega el momento de la playa.
Quiere ir en transporte público y se pone en modo Google Maps. Para llegar al lugar de su infancia debería pillar un bus de línea, dos del TIB y hacer el último tramo en bicicleta. Con suerte, llegaría a la puesta de sol. «¡Son vacaciones!», se dice a sí misma y va a por su coche. El trayecto dura una hora más de lo habitual por las retenciones y se ve obligada a aparcar a un kilómetro de distancia porque está todo a rebosar. Llega al arenal a primera hora de la tarde con una sensación cercana al golpe de calor. Durante la caminata, ha sorteado varios tampones, colillas, latas de cerveza y, por primera vez, se pregunta si ese sufrimiento valdrá la pena. La única motivación es el anhelo por encontrar aquello que un día fue. Pero no. En vez de agua transparente, silencio y arena limpia se encuentra con un mar de sombrillas y hamacas de alquiler por 20 euros, música estridente, una vista de decenas de barcos anclados, motos de agua y barcas varadas en la orilla. Ni un espacio para su ligera toalla de secado rápido. Se da un baño veloz y decide irse a casa para no padecer el atasco de vuelta.
Cena una lata de atún y se plantea renunciar a sus vacaciones. O, pese a no querer hacerlo, largarse de la isla en verano. Pobre Clara. Pobres muchos de nosotros.
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