Fomentar la ignorancia nos condenará para siempre

Myriam Z. Albéniz

Myriam Z. Albéniz

En algunos países bálticos, a la vista del fracaso educativo experimentado en los últimos años, quieren retornar a los libros del texto. Tal circunstancia me retrotrae mentalmente a una entrevista que leí en su momento con gran interés. Su protagonista era Gregorio Luri, Doctor en Filosofía y Premio Extraordinario de Licenciatura en Ciencias de la Educación quien, a lo largo de su dilatada trayectoria profesional, ha ejercido como maestro de Primaria, profesor de Bachillerato y docente universitario. Y eso que, según él mismo reconoce, no tenía al principio vocación de enseñante. Sin embargo, sabía bien que la única alternativa al campo ribero en el que le había tocado nacer consistía en estudiar Magisterio en Navarra, ya que esa y ninguna otra era la carrera que sus padres podían permitirse costearle, esos mismos padres que le transmitieron el amor por el trabajo bien hecho y que le aconsejaron «huir de las excusas, porque es lo que más infecta el alma».

Haciendo honor a la etimología, Luri es un enamorado del saber -que eso significa el término «filósofo»- y lo demuestra en todas y cada una de sus acertadas apreciaciones, entre ellas que el fracaso escolar es, básicamente, un fracaso lingüístico. O que la frustración alberga un gran poder educativo. O que los niños y las niñas tienen derecho a contar con unos progenitores imperfectos. O que los más desfavorecidos, además de herramientas intelectuales, necesitan respeto en vez de lástima. Es en ese contexto, en el de la desigualdad, en el que defiende que la diferencia entre el alumnado rico y el pobre es doble, no sólo económica sino también cultural. Porque, mientras el primero puede reforzar en sus domicilios lo que aprende en el colegio, el segundo se ve abocado a adquirir determinados saberes exclusivamente en las aulas.

Y, como quiera que el aprendizaje fácil de cuestiones complejas es un imposible, considera que no siempre existe alternativa pedagógica a los codos, imprescindibles a pesar de su mala prensa. Conceptos tales como esfuerzo, mérito y capacidad han de recuperarse con urgencia, pero sin prostituir su verdadero significado y, sobre todo, sin ser arrojados como armas electoralistas por las formaciones políticas desde hace décadas. Si en la actualidad acceder a la información resulta cada vez más asequible, simultáneamente la capacidad para buscarla, identificarla y ordenarla -en una palabra, el criterio- es muy mejorable. Si a ello se suma la nefasta tendencia de igualar al estudiantado por lo bajo, sacralizando así una equidad falaz, el peligro de formar deficientemente a generaciones enteras no puede pasarse por alto.

Personalmente, no acierto a comprender por qué la excelencia es un concepto que en nuestro país genera tantas reticencias. De hecho, entre las varias insensateces que se asocian a la denominada Escuela del Futuro, sobresale una que afirma que el conocimiento por sí mismo ya no se considerará valioso y que el empleo de la memoria caerá en desuso. Me pregunto entonces cómo, partiendo de la ignorancia, podrá alcanzarse ese mínimo grado de criterio aludido anteriormente. Según Luri, se educa por impregnación, siendo esta más eficaz cuanto la exhibición de nuestros principios y valores se realice espontáneamente. Y es el ojo, no el oído, el órgano llamado a esa misión. Dicho de otro modo, somos el ejemplo que damos a nuestros hijos e hijas.

Lo cierto es que aquella escuela tradicional a la que acudí en mi infancia estaba concebida como un puente de confianza entre las familias (donde se nos quería sin condiciones) y la sociedad (donde se nos iba a valorar por lo que seríamos capaces de saber y hacer). Tal y como le ocurre a mi experto paisano, yo tampoco tengo claro que la escuela actual sepa cuál es su verdadera función, pero comparto su veredicto de que, si se pierde el sentido de la función, se pierde también el de la excelencia.

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