Agur, Miren
Conocí a Miren hace bastantes años, con motivo de una marcha por el pirineo de Navarra. Enseguida trabé -trabamos, algunas personas y yo- una buena amistad. Era natural de Basauri, una ciudad castigada entonces por la reconversión industrial y caldo de cultivo en consecuencia de todo tipo de movimientos obreros y alternativos, muchos de los cuales orbitaban y orbitan aún en eso que comúnmente se ha venido en llamar la izquierda abertzale.
Pero de Miren recuerdo sobre todo sus rasgos típicamente euskaldunes, su franqueza en la expresión, una sonrisa que no prodigaba en exceso pero que cuando lo hacía provocaba que resplandeciera con luz propia, como la de esas luciérnagas que de pronto destellean desde alguna escondida cuneta o en algún rincón anónimo del jardín, como si quisieran recordarnos que no todo es tristeza y pesadumbre, en medio de la densa obscuridad. La última vez que supe de ella fue con motivo del secuestro de mi sobrino, el mallorquín Enric Gonyalons, en los campamentos de Tindouf, hace ya algunos años. Tanto Miren como Enric trabajaban entonces y casualmente para Mundubat, una ONG bilbaína que se dedica a la cooperación internacional. Hablamos brevemente y me transmitió ánimos con respecto a la suerte de Enric, a quién consideraba un chaval muy majo (sic) y de quién se mostraba convencida que pronto volveríamos a ver entre nosotros.
Así fue, afortunadamente para Enric y para todos. No volví a hablar más con ella; es lo que tiene la distancia, a pesar de que hoy disponemos de más medios que nunca para comunicarnos. El otro día su compañero Iñaki me envió un WhatsApp en el que, junto a comentarios y opiniones elogiosas hacia su persona, me enviaba una sucinta esquela en la que se anunciaba su fallecimiento. Joder, me dije a mi mismo. Sentí esa especie de arrepentimiento o culpabilidad que inevitablemente experimentamos cuando alguien desaparece de repente de nuestras vidas, por muy periférica o distante que sea la relación que hayamos tenido con esa persona. En esa esquela en cuestión aparece tal como yo la recordaba, con un pañuelo floreado anudado al cuello, los ojitos más bien menudos, la nariz algo prominente y esa sonrisa que de ahora en adelante será mi pequeña luciérnaga euskaldun.
"Mujer excepcional, humana, solidaria, de lucha internacionalista y comprometida por la justicia y la paz de los pueblos" reza, entre otras cosas, la mencionada esquela. Si me dan a elegir uno de esos calificativos me quedaría tal vez con el de comprometida, pues es el que mejor casa con el substantivo, mujer, y puesto que ambos, sujeto y predicado, suelen complementarse muy a menudo en la vida real. Al menos en el caso de Miren, a quién el cáncer le ha arrebatado la vida quizás cuando menos lo esperaba, en esa edad en la que aún no somos mayores del todo y tenemos aún energía para tratar de mejorar el mundo y todo aquello que le concierne, que no es poco. Pero la muerte tiene también algo de liberación de lo mundanal y efímero, y de ahí ese Agur (Adiós, en euskera) que, a modo de entrañable despedida, me gustaría dedicarle a la buena de Miren, con todo el cariño y el afecto que ella mismo sembró entre todas las personas que la conocimos.
Mila esker, maitea.
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