Inmigración y racismo

Antonio Papell

Antonio Papell

Uno de los especialistas europeos más acreditados en el terreno teórico de la inmigración es Alexander Betts, Director del Centro de Estudios sobre Refugiados de Oxford, que ha concedido una entrevista esta semana a un medio de comunicación español. La primera cuestión que merece el interés del periodista es la más obvia: la Unión Europea ha admitido con toda naturalidad a unos 8 millones de ciudadanos de Ucrania tras la agresión rusa al país, y no ha habido conflicto social alguno, ni planteamientos perentorios de retorno, ni el menor gesto que pueda deslucir esta espectacular operación de solidaridad entre europeos que a muchos nos reconcilia con la idea de la integración continental. Sin embargo —recuerda el periodista para subrayar la paradoja—, la UE considera un gravísimo problema que unas 300.000 personas al año, procedentes casi todas del continente africano, intenten ingresar en la fortaleza europea porque huyen de sanguinarias guerras o porque tratan de escapar de una situación desoladora de hambre y miseria.

Betts denuncia como es lógico la contradicción. De un lado, estamos ante un admirable gesto de toda la comunidad europea que, recurriendo a la lógica de integración que viene desarrollando desde hace 70 años, ha salido en ayuda de un país contiguo que aspira a formar parte del club comunitario, al que tiene derecho por geografía, historia y política. De otro lado, la hostilidad que los europeos muestran hacia colectivos de otras etnias y culturas que huyen de guerras o escapan de la depauperación más lacerante tan solo puede ser interpretada como una actitud racista de rechazo al diferente, a quien se distingue de nosotros en raza, tradición, religión o cultura y de quien se supone que por ello creará guetos en el país de acogida, o, como mínimo, será para siempre un marginal inadaptado.

No es cuestión de negar las dificultades de integrar a personas y grupos procedentes de mundos muy distantes material e intelectualmente. A principios de los años 70, Francia acogió en un corto plazo de tiempo a más de un millón de argelinos, tras la descolonización de la excolonia, y hoy en día, dos generaciones más tarde, sigue habiendo reductos desintegrados en los suburbios de París y otras grandes ciudades, y no puede afirmarse todavía que el problema esté en vías de solución. Sin embargo, en un país democrático, la asimilación de foráneos procedentes de procesos de descolonización o de migraciones de carácter económico o político no es opcional: el derecho internacional, especialmente en lo referente al asilo, no hace más que desarrollar los códigos de derechos humanos que la civilización occidental ha elaborado como compendio de los criterios morales que rigen para garantizar plenamente las libertades civiles. Es sencillamente intolerable e inmoral que países como el Reino Unido decidan expulsar arbitrariamente a todos sus inmigrantes ilegales y remitirlos a Kenia, un país no democrático con el que Londres ha firmado un indecente convenio.

Betts detecta un endurecimiento de las políticas migratorias de los países ricos, que está bien a la vista y que nos debería avergonzar a quienes alardeamos de principios y hacemos proselitismo de nuestro modelo de vida. Los partidos neoconservadores, casi siempre nacionalistas, no tienen empacho en cerrar las fronteras, bien con disimulo, bien con el desparpajo a lo Donald Trump que adorna a los nuevos fascismos europeos y americanos.

Y en cuanto a la izquierda socialdemócrata, la voluntad es otra pero el problema es de supervivencia: no cabe duda de que el inmigrante compite con los trabajadores autóctonos en el empleo y en el salario, en la atención social y en la vivienda, etc., por lo que los gobiernos deben realizar virtuosos equilibrios para cumplir con su obligación de acogida de inmigrantes sin arruinarse electoralmente.

Lo ideal sería que la solidaridad fuera tan potente que sirviera para promover una política migratoria común en el seno de la Unión Europea, que repartiera los costos y los beneficios de unas políticas humanitarias que pondrían fin a la indignidad con que hoy observamos como se acumulan cadáveres de migrantes fallidos en el amigable mar Mediterráneo. Europa no se desarrollará plenamente si no abate las fronteras que la separan del mundo y que hacen de ella un bastión inaccesible cargado de egoísmo, autosuficiencia y vanidad.

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