en aquel tiempo

Desde la piedra negra

Norberto Alcover

Desde hace unos dos años, mantengo sobre la mesa del despacho una pequeña piedra negra, del tamaño de una cereza. Me la trajo un amigo dentro de un sobre gris, y me comentó que la tomó del suelo en una reciente visita a Auschwitz. En ocasiones, sobre todo cuando estoy cansado, interrumpo el trabajo, cojo la piedra y la miro largo rato, como quien viaja al entero dolor del mundo. Un dolor negro como la piedra pero de una intensidad mucho mayor porque es infinito.

Fue en Auschwitz donde los hombres y mujeres dogmatizados convirtieron cualquier dolor anterior en esa infinitud de angustia, desesperación y cainismo que es imposible quitarnos de encima: lo que ha venido después es mínimo en comparación con lo que sucedió en ese «campo de exterminio» organizado como una sociedad mortal, en donde casi todos nosotros perecimos. Es el poder de esa piedra negra que, de vez en cuando, aprieto en mi mano, casi hasta dolerme. Es todo el dolor del mundo encerrado en ese objetivo tan pequeño, tan vulgar y a la vez tan significativo. Estoy en deuda con quien me lo regaló.

Pero tras haberla apretado durante una tarde, al día siguiente viajé hasta Orient, ese lugar idílico que desconocía. En ese pedazo relajante de nuestra geografía, subí hasta la iglesia y me acerqué al cementerio casi adosado al templo, y quedé quieto mientras contemplaba un paisaje verdeante cobijado por montañas ancianas y protectoras. Recordé al camposanto de Deià, diferente pero no menos plácido, en este caso frente al mar. Y en ese trozo de tierra un tanto gris, apareció un brote de margaritas amarillas, que tomé en la misma mano con que suelo apretar la mínima piedra negra. Y percibí que todo el dolor del mundo se elevaba sobre mí hasta sentir una serenidad indefinible, que me invadió por completo. Menudo salto desde Auschwitz a este trocito de Orient, como si fuera posible transitar en breves instantes del infierno más negro al amanecer más radiante, cuando el sol surge y se torna amarillento hasta, más tarde, estallar de belleza.

Cada vez con mayor frecuencia, 

viajo desde la negrura del momento que vivimos, porque es de una negrura inimaginable, dígase lo que se diga, hasta la esperanza que me producen tantos hombres y mujeres que son como esas flores del cementerio de Orient: parecen brotar de la nada, como si fueran un milagro, y al cogerlas, la piedra negra de cada uno se transforma en el amarillo horizonte de posibilidades al que jamás debiéramos renunciar. Es negrura la permanente fractura producida por la desigualdad, ese mal que no cesa. Pero también es mucha más negrura la muerte de los inocentes, de los que apenas tienen voz, solamente dependen de nosotros, los adultos. El rastro de destrucción que nos rodea es de un negro asombroso, mientras casi todos nos escondemos en palabras biensonantes en bares y parlamentos. Sí, la piedra negra se vuelve hiriente en la mano cerrada y nos enfrenta al dolor del mundo. Tan nuestro.

Y sin embargo, se hace necesario transitar hasta las fuentes de la dicha, esas fuentes casi nunca citadas porque son elementales y apenas nos interesan, aunque las disfrutemos sin darnos cuenta. Es el don de la vida, el mero hecho de vivir en cuanto tal, que nos mantiene en pie contra todos los desgastes cotidianos. Es el hecho inconmensurable del amor en todas sus facetas y costumbres, que nos hace descubrir en los demás auténticos prójimos a los que entregarse. Es ese otro don de la escritura, que algunos poseen, por el cual alcanzan a expresar la verdad, la bondad y la belleza de la naturaleza, de las personas, puede también que del mismo Dios. Esas amarillas margaritas que inundan nuestra existencia y que convierten la tierra gris de nuestros cementerios en amarillos sorprendentes de esperanza. Esa esperanza que necesitamos para seguir en pie. Para no ser víctimas de nuestros personales holocaustos, que en ocasiones parecen aniquilarnos.

Parece mentira 

cómo se relacionan las realidades vividas, de forma que desde la piedra negra de Auschwitz seamos capaces de pasar a las margaritas del cementerio de Orient, junto a su iglesia. Pienso que menos mal que es así. De lo contrario, el dolor del mundo acabaría por enlatarnos sin capacidad de respuesta alguna. Tal es el misterio de nuestras vidas, la capacidad humana para viajar en el espacio conceptual y sentimental hasta permitirnos alcanzar algunos momentos de pura felicidad. Sin más.

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