en aquel tiempo

El misterio del nazareno

Norberto Alcover

Norberto Alcover

Si uno lo piensa despacio y sin prejuicios, los últimos días de Jesús de Nazaret, el nazareno le habían llamado, es una serie de claroscuros imposibles de descifrar del todo incluso al cabo de muchos años. Es evidente que, desde la fe cristiana, todo tiene su explicación bastante diáfana, siempre y cuando esa fe no deje de asumir que el hombre en cuestión era Hijo de Dios y, por lo tanto, objetiva manifestación de ese Dios misterioso en el que se afirma. Pero si contemplamos la última deriva del protagonista desde un punto de vista meramente humano, los acontecimientos chirrían, hasta el punto de que nos preguntamos en qué momento aparece Dios en cuanto Dios en ese transcurrir de pasiones exacerbadas, de palabras misteriosas, de amistades rotas, de inocencia perturbada, pero sobre todo, de promesas incumplidas. Porque la verdad es que a la altura del llamado Viernes Santo, todo se vino abajo de forma escandalosa, hasta acabar en un sepulcro, cuya piedra se cerró y tuvimos la percepción, fundada, de que el nazareno había sido, casi, una pantomima, maravillosa, por supuesto, pero nada más: la historia, tan breve, de un hombre bueno que decía proclamar nada menos que el Reino de su Padre, misterioso e inasequible.

Han pasado siglos de aquellos días que para muchos hombres y mujeres son «santos», es decir, a custodiar como oro en paño y portadores de su propia salvación óntica y ontológica. Casi nada. Pero de hecho, para muchos otros ha ido perdiendo significado hasta convertirse en fechas vacacionales sin más o en días que acaban fatigando «porque siempre lo mismo cada año». Y es cierto que, para otros, aumentan su trascendencia y significado. Tales días provocan reacciones distantes puede que contrarias, hasta convertirse en piedra de toque tanto de la fe como del agnosticismo en cadena. De todo hay. Pero vayamos más al fondo de este antagonismo ante el nazareno al final de sus días.

En varios momentos de su vida, ya había insistido en su personalidad mesiánica, lo que alteraba las previsiones de los judíos que le rodeaban, hasta pretender, sin atreverse, eliminarle. Pero es que llegada la travesía que llamamos «pasión», fueron tres los momentos en que pudo evitar la muerte si hubiera abdicado de pronunciar estas tensas palabras: «Yo soy». Buscan al que se llama Hijo de Dios y el nazareno dice que él es tal Hijo de Dios, sin permitir que se sospeche por su identidad. Ha vivido. Se ha pronunciado. Se ha acercado a los descartados. Han descansado en Betania. Se ha despedido de su círculo de amistades en una cena brillante. Y de golpe y porrazo, ha marchado a un huerto para enfrentarse al desconcierto y a la postre a la muerte. Pero en todo momento, no ha dudado en afirmar su identidad mesiánica, hasta la muerte y muerte de cruz, como dirá Pablo.

La grandeza del nazareno, lo que le hace creíble como portador de una misteriosa divinidad, es esa repetida declaración de «identidad», como un mantra que repite una y otra vez a medida que los problemas aumentan y el Calvario aparece en el horizonte. Porque este nazareno emblemático y sorprendente, se empeñó en declarar ante unos y otros lo que pudiera haber evitado o al menos depurado de toda su carga de «misterio desvelado» para quienes le miraban cara a cara. Jesucristo, tal era el nazareno, se alza en la historia humana como un hombre que aceptó morir antes que renunciar a su propia identidad. Está claro que otros han hecho lo mismo, pero es el caso de que este Jesucristo lo hizo al definirse como Hijo de Dios, en todo igual que el Padre, nada menos. Se trató de una identidad trascendente que le convertía en alguien absolutamente diferente porque superaba los estándares conocidos. Solamente desde esta autoidentificación podemos referirnos al hecho sorprendente de su Resurrección como lo que realmente era: la plenitud del hombre en la presencia de Dios. Jesucristo.

Estos días «santos» están llenos de invitación a «identificarnos» en medio de una sociedad deconstruida casi por completo. Que se identifiquen los agnósticos en lo que realmente son, opción respetable donde las haya, pero sobre todo que nos identifiquemos los cristianos como tales, es decir como quienes se identifican desde la identificación del nazareno Jesucristo. Jueves, Viernes, Sábado y Domingo que llamamos de gloria, forman una «aventura de identificación» en base a la proclamación de la propia identidad del Señor Jesús. Dicho así, ocultar lo que algunos somos, solamente produce desconcierto y sobre todo acusación posible de incredulidad. Añadir que tal identificación es un descarado proceso de amor indiscriminado, sobra: es evidente.

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