La rotundidad de los resultados electorales del domingo lleva a una situación un tanto nueva en España: la de que los portavoces de los dos partidos que se suceden en el gobierno desde que la Unión de Centro Democrático salió de la escena política tengan que renunciar a los tópicos habituales. Rubalcaba ya lo hizo reconociendo una derrota sin excusa alguna. Creo que es la primera vez que he oído a alguien con responsabilidades políticas admitir así la evidencia. El batacazo ha sido tan monstruoso que el único camino que le queda al Partido Socialista, ya sea en el conjunto del Estado o en una comunidad autónoma como ésta, es renovar por completo a sus dirigentes por más que el irse a casa con dignidad tampoco sea una costumbre extendida. Decía ayer por la radio un antiguo conseller del Govern del presidente Antich, médico de profesión, que lo suyo es tener un buen diagnóstico. Para mí que es transparente incluso el tratamiento: a casa y que sean otros los que limpien el borrón.

Pero al Partido Popular, en cuanto se pasen las euforias, le espera también una buena. El presidente Rajoy no va a poder echar mano del argumento tan socorrido de la herencia que recibe porque no se la ha votado de forma masiva para que haga ni de plañidera, ni de historiador. La cuenta nueva tras el borrón ajeno es en su caso incluso más difícil. Declarar ahora que nadie espere un milagro sirve para la resaca de la noche electoral pero eso es todo. Claro que se espera, si no un milagro, un resultado consecuente con el mensaje que lanzó desde 2008: que votándole, se arreglarían las cosas. Fue de una habilidad admirable el no decir cómo pero ahora ese recurso táctico ha desaparecido. La cuenta nueva exige acertar con la estrategia.

En ese orden de cosas, convendría que los nuevos amos del reino se acordasen de que gobernar no consiste en cuadrar las cuentas. Ya estamos en que hay que cumplir las directrices europeas respecto del déficit pero eso no quiere decir que baste con aplicar la cuenta de la vieja. Cualquiera podría lograr el balance teniendo, como Rajoy tiene, mayoría absoluta en las Cortes sin más que entrar a saco en el presupuesto. ¿Cómo? Se ha dicho hasta la saciedad: fuera la administración inútil (Senado, diputaciones, ayuntamientos dispersos; provincias, incluso; ministerios vacíos de competencias; despachos redundantes) pero sí que haría falta un milagro para que el PP renuncie a esas fuentes de cargos. Hasta ahora, nadie lo ha hecho. Así que Rajoy tiene un problema: el de sanear las cuentas públicas reduciendo los gastos y aumentando los impuestos. El problema al que me refiero es que si el nuevo y flamante presidente no quiere hundirse en el apoyo popular, como les ha pasado a casi todos los líderes en Europa, tendrá que gobernar siguiendo un programa contrario del que ha insinuado tras su victoria electoral. Porque si aumenta el IVA, aprieta sólo a los trabajadores y recorta en sanidad, asistencia y educación, más le vale aprender cuanto antes a hacer milagros.