Cada vez que Balears lidera el crecimiento del precio de la vivienda, percibo un mensaje implícito en los estudios de las prestigiosas empresas que los promulgan: hay que seguir construyendo para atender la demanda. Se obvia que la escasez y las peticiones de más ladrillo casi nunca buscan atender una necesidad básica. Nos encontramos ante una mera operación especulativa, inmobiliaria o turística.

Cuando se dispara la cifra de nuevas construcciones, veo un territorio escaso que pierde naturaleza y paisaje a marchas forzadas en beneficio del cemento. Recuerdo el atasco en las carreteras isleñas, el gigantismo de las infraestructuras y el consumo descontrolado de recursos.

A medida que avanza el ladrillo y se dispara la población por encima de un crecimiento natural razonable, vienen a mi memoria las ciudades y civilizaciones que a lo largo de la historia colapsaron y se convirtieron en ruinas. Como la Teothiuacán de los mexicas, que se hundió por la mala administración de la economía, la inflexibilidad para afrontar cambios y una mala administración política. Como la ciudad maya de Copán, que se arruinó por la sobreexplotación de sus recursos naturales. Como Éfeso, víctima de los godos, los terremotos y de los sedimentos del río Caístro que cegaron el puerto e incomunicaron la ciudad. Como Kadykchan, una urbe fundada por Stalin en 1930 para explotar los recursos mineros de la zona y que resultó inviable en cuanto cayó el régimen comunista que mantenía artificialmente la actividad. Como el Chicago que se hundió a la vez que la industria del automóvil.

Imagino con pesar las ruinas de la Mallorca postcolapso por causas naturales, económicas o políticas. Y entonces lamento que nuestra generación no haya hecho lo suficiente para evitarlo o, al menos, demorarlo.

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