A las cinco están puestas las calles. Y hay incluso quien camina por ellas. Son currantes con rumbo y parados sin él. Unos y otros portan mochila y bocata. Los primeros saben dónde van y cuándo hincarán el diente. Los segundos, no. Ni siquiera tienen claro si mañana habrá bocata. Pero aun así (o quizá precisamente por ello) caminan. Buscan y rebuscan la nómina que la crisis les robó. Y a ellos se une en la peregrinación por las orillas del desempleo el que escribe, que se ha marcado una misión que a la luz oscura de las cifras de paro parece imposible: encontrar trabajo en negro en la Mallorca de la gran recesión. ¿En negro? Sí, en negro, sin contrato ni Seguridad Social. Por las bravas y al margen de la ley, como los sindicatos sospechan que se están adjudicando buena parte de los trabajos que la recesión que no cesa ha borrado del mapa oficial.

Y hacen bien en sospechar. El trabajo sumergido abunda. Lo comprobó este reportero en tres días de tumbos que le llevaron a las cunetas del paro: esos rincones en los que el trabajador pierde sus derechos para ganar dinero, techo y comida. Aunque para eso hay que dar muchas vueltas y pedir aún más favores. Porque encontrar trabajo no es fácil. Ni siquiera cuando es ilegal. Que la economía sumergida flota, pero hay que conocer y comprender sus códigos antes de zambullirse en ella. La primera regla es irrenunciable: si no te conocen, no existes. Si no saben quién eres, no te contratan. Si no te han visto preguntar, no te miran. Si no tragas con todo, no te cogen. Ni te cogerán.

Aunque siempre habrá alguien dispuesto a ayudar. Y esa es la segunda regla, de aplicación tan universal como la primera: en el mundo de los menesterosos siempre hay alguien dispuesto a ayudar. Son gente como Ricardo y su primo Andrés, dos chavales de acento sudamericano que han madrugado para dormitar bajo un amanecer rosado junto a la rotonda del cementerio. Allí matan un cigarrillo cuando el reportero metido a cazador de empleo (nunca está de más aprender ciertas cosas) les pregunta cómo encontrar trabajo. De lo que sea. "No sé, amigo. Tenemos para nosotros. Prueba a preguntar a algunos de los que paran aquí. Muchos cogen gente para el campo". ¿Y vosotros adónde váis? "Tenemos una obra cerca de Inca" ¿Puedo ir a preguntar? "Amigo, puedo preguntar, pero no te puedo decir dónde es. Si quieres dame tu móvil y si hay algo te digo". Son las seis del viernes 18 de junio, y tras sesenta minutos de peregrinación, ya conocemos la tercera regla de oro del trabajo sumergido: nadie soltará prenda sobre su empleo o su empleador hasta que se cumpla la primera regla (ya saben, solo si te conocen existes).

Por eso aceptamos consejo y dejamos las preguntas para otro rato. No es cosa de que el talante preguntón que da el oficio tire por tierra la caza antes siquiera de haber olido presa. Así que siguen los tumbos. Abre fuego un grupito de senegaleses (cuarta lección y mandamiento: en la calle, es difícil encontrar a alguien más amable y generoso que un africano), que reciben al blanquito despistado como uno más. Por eso brindan un par de consejos y cuentan su historia. "Empecé esta semana. Antes estábamos en una empresa trece y echaron a todos menos a dos. Se acabó el trabajo. Pero El Jefe me encontró otro. Pregúntale a él, que tiene la mano. Es bueno", explica el más lenguaraz de los senegaleses, un tipo con manos como remos que dice llamarse Amadou.

Él mismo se encarga de las presentaciones con El Jefe, que no es quien manda sino uno más, pero con galones: es otro gigante africano que en perfecto castellano explica que él no manda nada. "Me llama El Jefe porque le metí en mi grupo, pero somos iguales –cuenta entre risas, al pie de la descomunal nevera que le ayuda a sobrevivir al sol picajoso de junio–. Vamos a una obra. Ahora viene el jefe de verdad, el que paga. Aunque creo que no hay nada. Le pregunto y te digo. Dame tu teléfono". Aplicamos la tercera regla (recuerden: no presiones a nadie, y menos a un intermediario) y comprendemos que hemos dado con el quinto mandamiento: sin teléfono, tampoco existes. Así que El Jefe se queda el móvil y el falso buscador de empleo sigue viaje sin rumbo, no sin que antes Amadou revele entre dientes detalles oscuros: "El único con contrato es El Jefe. Yo no puedo [sin papeles no hay contrato]. Vengo de hacer el campo en Valencia, pero allí está muy mal. Muy mal. Mucha gente y pagan poco. Tres euros por hora a veces. Aquí dan siete en las obras y cinco en el campo". Explica, dispuesto a integrar a un novato al que regala un último truco: "Vuelve aquí varios días. Si te conocen tendrás más suerte".

Explotadores de lujo

Con "vuelve aquí" se refiere a la rotonda en la que espera la furgoneta de su patrón, esa que le llevará a un lugar indeterminado de Sóller que ninguno de los tres amigos de El Jefe quiere revelar. Todavía no. Para eso hay que pisar rotonda varias mañanas. Y tempranito. Hasta las siete es posible encontrar cuadrillas incompletas en las glorietas del cementerio y al final de calle Manacor. O en el carril de entrada a la circunvalación desde es Pont de Inca, el punto con más actividad matinal. El trasiego empieza a las cuatro y se calienta a las seis, cuando se llenan las furgonetas.

La mayoría son trabajadores con contrato y Seguridad Social, que comparten cuneta con quienes no tienen ni una cosa ni otra, pero cada día se levantan en busca de un destino que guíe sus pasos. Currantes de lo que salga, como Rui y su brigada, que a principios de mes apalabraron un trabajo que les dura. "Puedes encontrar algo aquí [junto a vía de cintura], pero es difícil porque casi todos hemos quedado, y salvo que falte alguien a última hora no te cogen. Prueba, pero lo mejor es que hables con todos y se queden tu número", cuenta Rui, guineano de espaldas inmensas y sonrisa a juego que cierra la charla con otro consejo bienintencionado: "Pregunta a mi patrón, que a veces coge más gente. Dile cuando llegue".

Y llega. Conduce un BMW 4x4 color champán y calza un polo de los de a cien euros el cocodrilo. La cuadrilla sube sin saludar. Se sientan atrás, sobre el cuero del BMW. Blanco el jefe, negros los curritos. De ahí el gesto despectivo del hombre del polo y el coche de lujo cuando un tipo con manos de oficinista pisaverde, músculos ausentes y tez demasiado blanca como para currar al sol de sol a sol le pide trabajo por la ventanilla. "Ya tengo gente. No necesito más. Vienen a hacer trabajo duro. ¿Tú puedes?", espeta impertinente, sin apartar la mirada del falso buscador de trabajo que firma este reportaje, que apura sus opciones de apañar empleo en la primera mañana e insiste: "Haré lo que haga falta". "¿Lo que haga falta? ¿Puedes cargar todo el día por cuatro euros?", abofetea. ¿Todo el día por cuatro euros? "No –matiza seco el contratador en negro que viste de lujo–, todo el día, no: la hora a cuatro euros". Uno no es una torre de ébano como Rui y los tres que han subido al coche, pero para currar en la Mallorca del paro parece que hay que apretar los dientes y sudar de la mañana a la noche por 400 euros mensuales. "Haré lo que haga falta", insisto farolero. "Pues vente el lunes, igual tengo algo".

"A veces pagan, a veces, no"

Nuevamente, calabazas, aunque esta vez hay una puerta abierta al mundo de los euros y los BMW. No está mal para una primera mañana de muchos contactos y pocas ofertas. Porque son ya las 7.45 y las opciones se acaban. En el arcén de es Pont de Inca ya no quedan ni trabajadores legales. Furgonetas con rótulo se los han llevado a obras de la Part Forana en las que se hacen las cosas como toca: con nómina. Una cuadrilla de quince chavales con brazos como piernas se acaba de marchar a Sóller, donde están construyendo un hotel. Ellos tienen contrato. Se les nota en la piel y en el acento: blanca ella, castellano él. Nada que ver con los problemas de Abdul para explicarle al periodista metido a compañero de penurias por qué lleva dos horas de guardia en el arcén. "Quedé para ir a trabajar, pero no vienen", relata cabizbajo, consciente de que hoy su empleador le ha dejado tirado. No es la primera vez. "A veces vienen, otras no. A veces pagan, otras, no", añade. Y se recompone. "El lunes irá mejor. Voy a hablar con unos amigos que están en el campo y allí siempre hay. Si quieres dame tu teléfono". Nuevamente la solidaridad de los menesterosos y la infalibilidad del teléfono, dos de las tres conclusiones del día. ¿La tercera? Que hay demasiados caraduras de asiento de cuero y reloj de 30.000 euros que campan a sus anchas por la Mallorca que chapotea a la orilla del paro.

La segunda mañana acaba mejor. Aunque empieza igual: ya saben, amanecer rosado, calles puestas y mochilas al hombro antes de que el sol empiece a cascar. Cuando eso ocurre, a eso de las cinco y media, el cronista ya acampa en la rotonda. La apuesta son los amigos Amadou y El Jefe, que aparecen antes de las seis y saludan. Las reglas funcionan: también Ricardo y su primo dan los buenos días. Pero nada más. Hoy es lunes, el mejor día para cazar algo, pero junto al cementerio el trabajo está muerto. Incluso el sumergido. Así que toca buscar fortuna en es Pont de Inca, que en lunes es un hervidero de furgones. La mayoría lucen rótulo y cargan trabajadores legales por manadas: currantes para viveros, construcción, electricidad, limpieza. Pero otros muchos viajan sin señal más reconocible que la marca de fábrica del coche. Es el caso del hombre del polo y el BMW, que ha cambiado el polo por una camisa pero sigue con el mismo 4x4 de lujo. Y casi la misma cuadrilla.

Casi, porque hoy no está Rui. Sus amigos explican que ha encontrado otra cosa. Igual hay hueco. Pero no. El señor del BMW y la mirada despectiva tampoco tiene nada. O si lo tiene, no se lo ofrece al blanquito con espalda de alfeñique y nudillos de calígrafo. La búsqueda amenaza desastre por segundo día. Hasta que aparece Raúl (el amigo citado en la página tres de esta misma edición), otro pescador de las cunetas, y arregla un contacto con un conocido suyo que se dedica al transporte y emplea por días sueltos. ¿El sueldo? 25 euros la noche. No son los 4 que paga el del BMW ni los 800 al mes que saca en negro el propio Raúl. Pero son. Y de eso se trata, que ese es el último mandamiento de la ley de las catacumbas del empleo: nunca rechaces un trabajo sin más si quieres integrarte en una red de necesidad en la que la confianza es dueña y señora. Incluso si el sueldo es de cuatro euros la hora.