Jaime Romero no es jubilado, pero vive como tal: se alimenta con la pensión de invalidez a la que le ha abocado una enfermedad que empezó cuando tenía 39 años. Entonces era un trabajador efervescente, otro andaluz esforzado que tras dejarse la espalda en su tierra cogió el ferry en Valencia para trabajar en la hostelería. Llegó a ser el encargado de un complejo turístico. Luego todo se torció. O casi todo: una enfermedad que amenazaba muerte hoy es crónica. A cambio ha sacrificado su cuerpo. Vivo pero roto. Por eso vive como un jubilado: 650 euros de pensión. De ellos 280 se le van al alquiler del cuarto que comparte con una pareja de parados de cinturón apretado. Pronto se cambiará. "Gritan demasiado". Será su cuarta mudanza en dos años de tumbos, en los que malvive con los tres euros que tiene para comer cada día. Ha aprendido a economizar al límite. Como Margalida Torrens, viuda con pensión que se resiste a cambiar su isla por la Madrid a la que se fue su hija. Prefiere estar en casa a dieta que al calor de los mimos de su hija capitalina. "Quizá el próximo invierno vaya", dice. Aunque no por dinero. Cobra 340 euros, pero dice que le bastan para ir tirando. "Soy de poco diente a estas altura". Y más le vale en la isla con las prestaciones más bajas (712 euros de media), en la que el número de pensionistas engorda a razón de 2.500 al año, mientras la cifra de cotizantes se encoge.