¡Qué extraños turistas!

Urbanizaciones al gusto romano

Urbanizaciones al gusto romano

Urbanizaciones al gusto romano / CREADO CON ADOBE FIREFLY

Joan Riera

Joan Riera

Quinto Cecilio Metelo, el Baleárico –no confundir con baleárico de camiseta blanca y azul– se enamoró de las islas y pensó que eran un buen lugar para impulsar algunas urbanizaciones residenciales. La versión oficial reza que las incorporó al Imperio Romano porque eran un «nido de piratas», Tito Livio dixit. No está claro si los maleantes del mar eran nativos o llegaron de fuera y se instalaron en las calas a la espera de asaltar los barcos correo entre la península itálica y la ibérica. Pero la excusa estaba servida.

Los mallorquines andaban en sus cosas: construir talayots y practicar con la honda –la de lanzar piedras, aún no nos habíamos especializado en ganar títulos mundiales de motociclismo–. Un día del año 123 antes de Cristo, aparecieron en el horizonte los cruceros de la época. No llevaban pintado a Piolín en su casco, pero estaban equipados con un elemento extraño: se protegían con pieles para evitar ser hundidos a pedradas por los foners. El guía de los romanos sabía cómo se las gastaban estos guerreros, que, menos de un siglo antes, habían acompañado al cartaginés Aníbal en sus campañas contra las legiones.

La estratagema dio resultado. A Quinto le gustó el lugar y se trajo a tres mil compatriotas porque ni la lengua ni las costumbres de los locales debían ser de su gusto. Los recién llegados hicieron lo que cualquier turista con posibles cuando se enamora de Mallorca: buscar una casa para disfrutar del clima templado y el paisaje. El problema es que la tipología de la vivienda mallorquina –talayots, navetas y cuevas– no debió ser del gusto de los guiris. Por si fuera poco, cuando las inmobiliarias de la época les mostraban un talayot no lograban explicarles si servía para vivir, para defenderse o para enterrar a los difuntos. Confusión que se mantiene hasta nuestros días. ¿La solución? Urbanizar la isla de acuerdo con el gusto de la metrópoli. Igual que en el siglo XXI, cuando los alemanes se traen las ventanas batientes desde su país y todos compramos en Ikea el ajuar de la casa.

En un anuncio actual se vendería como «típica casa itálica con implovium, con cuatro columnas en el patio central y las habitaciones distribuidas a su alrededor». Así describen los profesores Miguel Ángel Cau y María Esther Chávez, una de las viviendas excavadas en Pollentia. «Con vistas al mar», convendría añadir. Porque las nuevas promociones se levantaron sin excepción junto a la costa.

Construyeron en Pollentia –que curiosamente está en Alcúdia–; en Palma –que algunos situaron en la finca del Palmer de Campos, aunque hoy todos los estudiosos coinciden en señalar que se trata de la capital actual– y en Boccoris –que esta sí se encuentra en Pollença, concretamente en la finca de Bóquer–. También conocemos por su nombre Guium y Tucis, de las que desconocemos su ubicación. Cabe deducir que se trataba de construcciones de baja calidad.

Pollentia disponía de vistas y puertos, dos, en ambas bahías del norte de la isla. Era una ciudad importante, con su foro, sus tabernas, sus templos y, en las afueras, un teatro excavado en la roca con capacidad para 2.000 espectadores. El ocio ya era el negocio. Las excavaciones aportan cada año nuevos datos y elementos. Aunque algunos acaban en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, el que pagamos todos los españoles para beneficio de los capitalinos.

Lo de Palma resulta más problemático. Sabemos que tenía una estructura ortogonal de calles, que hay restos en el claustro de la catedral y se supone que los nuevos turistas llegaban en barco hasta casi la plaza de las Tortugues, donde se encontró un ancla. Nada de dejarlos a ocho kilómetros del centro, en el Dic de l’Oest y obligarles a tomar un taxi o el autobús de la EMT. También se baraja la hipótesis de que la manzana del Bar Bosch fuera el teatro.

¿Qué comidas se encontraban en los bufés y en las tabernas mallorquinas? Lo sabemos gracias a la mala costumbre de los barcos romanos de hundirse para ser expoliados años después. Afortunadamente, alguno se ha salvado de la rapiña, como el de ses Fontanelles, a pocos metros de la costa, y se han encontrado ánforas con vino, olivas, aceitunas y garum, algo así como el Starlux sabor a pescado, pero a lo bestia, de nuestros días.

Les gustó tanto el archipiélago, que, con altibajos, los romanos disfrutaron de sus playas, paisajes y placeres durante mil años.