No creo en el azar y sí en que los muertos nos acompañan muchas veces con más intensidad que los vivos. Ayer sábado, tras abrir las persianas de una habitación de casa donde está la literatura en castellano, miré las estanterías y mis ojos se fueron -ahora sé por qué- hacia el libro Confesiones de una vieja dama indigna, de Esther Tusquets. Inmediatamente pensé en Ana María Moix. Eran las ocho de la mañana y pensé en Ana María Moix y en su enfermedad y en la última vez que había estado con ella, en Barcelona, en un restaurante de Travessera de Gràcia, dos años atrás. Que dirigiera la colección donde Tusquets había publicado ese tomo de memorias no digo que no pudiera influir en mi pensamiento, pero al encender el ordenador, conectarme a Diario de Mallorca y leer el titular que anunciaba su muerte, entendí lo que, una vez más, había ocurrido.

Ana María Moix era una presencia desde que a los diecisiete años leí la antología Nueve Novísimos de Castellet. Siempre había estado ahí -como una forma de lluvia-, sin estridencias ni boutades -al revés que algún compañero suyo de generación-, sin vanidades ni ambiciones desmedidas, más bien silenciosa, callada, proclive a una tristeza escrita en el rostro y al mismo tiempo fortalecida en la literatura y en su enganche a la generación de la amistad, es decir, la del 50, sus mayores. Ana María Moix no habría sido la que fue sin Jaime Gil de Biedma o Carlos Barral. Tampoco sin su hermano Terenci, del que en los últimos años se convirtió en guardiana (hablo de la obra). Ni sin algunas mujeres: de Esther Tusquets a Colita, de Ana María Matute a Carmen Martín Gaite o Cristina Peri Rossi€ Sin embargo, delante de todo eso -no detrás, como pudiera parecer- estaba ella, luchando contra sí misma y apostando por una vida que fue más complicada, también, de lo que pudiera parecer.

Que naciera en el Barrio Chino barcelonés -que tan bien retrató su hermano en El Peso de la Paja- o que lindara con la Gauche Divine durante su juventud, tiene menos importancia que el hecho de ser una resistente de un tiempo -y una manera de estar en la vida, en la literatura y en las ideas- que ya no existe y que dejó patente en su Manifiesto Personal. En ese tiempo la poesía era el viaje donde salir de ella misma y donde afrontarse a sí misma también y mostrarse en un margen del deseo. En sus versos se colaban algunas palabras -corazón o dulzura, colegialas y flores de azahar, monjas o risueño- que pudiendo parecer de Ama Rosa o Corín Tellado se convertían en poesía de altura, como muy bien supo ver Castellet, como muy bien supo ver Gimferrer, como muy bien supo ver Jaime Gil de Biedma. Es decir, los mejores. Discreta y melancólica, Ana María Moix -a ella bien se le podría aplicar el lema ´dulce pájaro de juventud´, antes y ahora- retrató en su poesía la fría crueldad del mundo sin dejar de sembrar tanta inteligencia como esperanza. ´Una ilusión es la quimera de su corazón roto´ dijo el dulce Jim de sus baladas. En esa ilusión nos hizo vivir a los demás, guardando para sí el corazón roto.