Lo peor que puede ocurrirle a un artista no es convertir su decrepitud en una repetición de antiguos estándares, sino insistir en la creación. En la célebre sentencia de Modest Cuixart sobre Miró, "debió dedicar los treinta últimos años de su vida a escribir su autobiografía". Lou Reed vivió hace tiempo el primer concierto en que los cantantes dejan de exigir un surtido de sustancias prohibidas en el camerino, para solicitar con igual vigor un kit de liposucción.

Nunca olvidaré la primera noche en que Lou Reed me perdonó la vida. Ocurrió en la plaza de toros de Alcúdia, donde añoré la presencia de un torero para que culminara el espectáculo según los cánones imperantes en ese ámbito. Es el peor concierto al que he asistido, con la posible excepción de Mariah Carey en el Madison Square Garden. El cantante quería aburrirse y aburrirnos, por lo que triunfó por partida doble.

Hoy pagaría por no ver a Lou Reed, suerte que la crisis griega no nos obliga a tales sacrificios. Su perfecta imitación gritona de Belén Esteban debiera ilustrarnos sobre la farsa de la intelectualidad neoyorquina, ávida de celebridad y desdeñosa de la esclavitud que conlleva. El Baluard es el recinto ideal para confinar las deposiciones del norteamericano, sin demasiado riesgo de contagio para la población civil. Nunca confesaremos que, si Lou Reed significó tanto en nuestras vidas, nuestras vidas no son para tanto.