Opinión | PENSAMIENTOS

Parábola de los elefantes

La nación estaba dividida en diecisiete territorios, todos ellos con sus gobernadores respectivos. Los habitantes de aquel lugar eran muy diferentes unos de los otros. Había muchas tribus, que usaban lenguas distintas.

Esto era un viejo reino que tenía un monarca muy campechano y querido por su pueblo. Pero el rey empezó a llevar una mala vida, se aburría y se dedicó a ir con funestas compañías y a cazar indefensos elefantes. Sus súbditos se enfadaron; se preguntaban: ¿No es éste nuestro señor a quien tanto queríamos y que tanto se desvelaba por nosotros?

El rey no tuvo más remedio que exiliarse y dejar la corona en manos de su único hijo, un príncipe muy alto y aburrido.

La nación estaba dividida en diecisiete territorios, todos ellos con sus gobernadores respectivos. Los habitantes de aquel lugar eran muy diferentes unos de los otros. Había muchas tribus, que usaban lenguas distintas. No obstante, existía un idioma común con el que todos, en teoría, podían entenderse fácilmente.

El nuevo rey tenía un ministro principal que era tolerado por parte de la población y odiado por otros muchos. El gobernante, para mantenerse en el poder, necesitaba apoyarse en clanes muy variopintos, algunos de los cuales querían apartarse del reino.

Sucedió que una de estas poderosas familias inició una revuelta para separarse del resto. Decían ser especiales. No querían saber nada de sus compatriotas. El rey tuvo que intervenir. Aparentemente, la cosa se tranquilizó sin necesidad de movilizar a sus Ejércitos.

No obstante, la fractura en la comunidad fue muy grande. Duró generaciones y generaciones. El ministro intentó calmar las aguas ofreciendo el perdón real a los insurrectos.

Había otra gran familia que se oponía, con toda su alma al valido y no quería saber nada de favorecer a los rebeldes. ¿No son éstos aquellos que se levantaron contra nuestro amable rey y se enfrentaron a su guardia?, decían. Ahora deben ser juzgados y llevados a presidio. Así no lo volverán a hacer, añadían.

Ocurrió que en aquel país entró una grave peste. Hombres, mujeres, niños y especialmente ancianos morían a millares. No había remedio conocido. Los curanderos no daban abasto. Las actividades se paralizaron; cundió el pánico.

Los prebostes estaban aterrorizados y desorientados. Hubo necesidad de pedir ayuda a pueblos vecinos, a los que también afectaba la plaga. En aquellos convulsos tiempos algunos comerciantes se dedicaron a inflar el precio de las mercancías para combatir la epidemia. Tiempo después se conocieron sus muchos pecados.

El reino volvió a la normalidad, pero las facciones, lejos de remar al unísono, acentuaron sus pleitos. Nosotros estamos todo el día trabajando, pagamos nuestros impuestos a los recaudadores a pesar de muchas penurias. Solo queremos vivir en paz y que nuestros hijos crezcan sanos y sabios, decían los habitantes. Mas nadie escuchaba sus quejas.

Las nubes dejaron de soltar agua. La tierra se secó en muchas zonas. Los bueyes no podían labrar los campos debido a la dureza del suelo. Los campesinos pidieron auxilio a los gobernadores. Fue en vano.

Las familias también reclamaron más y mejores maestros. Muchos niños acababan la escuela sin saber escribir y leer correctamente. Pueblos colindantes estaban mucho más avanzados. Los mandatarios seguían a lo suyo, que no era lo de todos.

La población creció en las zonas más fértiles y mejor comunicadas. Con el paso de los años hubo una terrible escasez de casas. Los jóvenes no tenían donde iniciar su vida independiente. Forzosamente debían compartir techo con padres y abuelos. Así no podemos seguir, se lamentaban. ¿Alguien les atendió?

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