Opinión

Pueblos fantasma

Vista del monumento de Atocha desde el exterior.

Vista del monumento de Atocha desde el exterior. / Mireya Toribio., CC BY-SA

El centralismo borbónico vació de escritores y artistas las llamadas ciudades de provincia. La mayoría de ellos se estableció en la capital —la cuestión era estar cerca de Versalles— y parecía que fuera de la capital no hubiera vida. Lo mismo ocurrió en otras naciones y escritores y artistas sólo se retiraban a su lugar de origen cuando la edad, ya provecta, lo requería. De vita beata y a morir.

Pero las ciudades, en cierto modo, mutaban o se recreaban gracias a esos artistas. Siguen haciéndolo. La fama se la llevan los urbanistas o los arquitectos, pero sin los escritores… Ya puede haber un París Haussmann, que sin Proust no sería lo mismo. O un ejemplo más local: hay un Madrid Pérez-Galdós y un Madrid Baroja, allá por Atocha. Uno canario y otro vasco aumentaron el pedigrí de la capital de España y la convirtieron en literatura contemporánea. Es decir, la hicieron más de lo que era. Si una ciudad no es capaz de novelarse y ser literatura ella misma, no es ciudad y desaparecerá en la nada o peor aún, en la miseria. Londres crea a Dickens y Dickens crea el Londres de la revolución industrial con más detalle y profundidad que los barcos de vapor en el Támesis de la hermosa pintura de Turner.

En los años 60-70 del pasado siglo se habló mucho de la España vacía, tras las distintas emigraciones a las ciudades en busca de trabajos mejor pagados y posibilidades de desarrollo: el ascensor social. Fue el esplendor y afianzamiento de una clase media cuyo origen no era urbano, pero sí su destino y posterior evolución. Desde hace unos años se habla de la España vaciada, como si fuera un fenómeno nuevo, pero apenas se habla de la España rellenada o embutida: bienvenidos al país que ha mutado en atiborrada terraza de verano o, como escribió Pepe Vidal, en un atasco con vistas. Y tanto aumento demográfico, de una temporalidad cada vez más amplia, provoca la desaparición fantasmagórica del nativo, que no puede, entre otras cosas, competir con los nuevos en comprar un fragmento de su propia tierra. Efectivamente: somos fantasmas y por eso en verano no nos ven ni los taxis. Hasta llegar a la fantasmagoría total y desaparecer del escenario para ser otro.

He conocido el modelo: la fantasmagoría total se llama Saint-Émilion. En teoría tiene casi dos mil habitantes y un alcalde, pero cuando uno visita Saint-Émilion sólo encuentra tiendas —de vino, naturalmente— y restaurantes. Quiero decir que las casas se han convertido en tiendas y restaurantes, pero no da la impresión de que ahí viva nadie. En esto se nos han adelantado. El pueblo es precioso; el paisaje que lo rodea, también. No se han hecho barbaridades en la construcción y tampoco horteradas decorativas. Algún detalle cursi es posible, pero poco más. La cosa es que parece un pueblo abandonado por sus habitantes y se queda en un decorado comercial. En sus casas no vive nadie y nadie quiere vivir en un lugar donde nadie vive. Es el vacío. Esta es, al menos, la sensación.

No hablaré de Venecia, por demasiado manoseada, pero fue el primer mascarón de proa de nuestra apoteosis. Pienso en Saint-Émilion y me acuerdo también de Santillana del Mar, cerca de Altamira, donde tuvieron que crear un doble de las cuevas para su visita e impedir la degradación del original. Neocueva la llaman. Al entrar en Santillana del Mar, que posee una arquitectura maravillosa, del Románico al Renacimiento, hay que hacer cierto esfuerzo para disfrutar de sus fachadas: todas están cubiertas de souvenirs, toallas, banderines, bufandas y otras cosas que imagino deben de ser imprescindibles para la vida, no sé. El pueblo tiene cuatro mil habitantes y un alcalde, pero también parece que no viva nadie. Como en Saint-Émilion.

Mientras tanto el último informe sobre el incremento de los precios inmobiliarios en España, da a Balears la medalla de oro: en diez años un 122%, me dicen. El desconcierto es grande y hace ya mucho tiempo que no competimos entre nosotros de forma natural, sino con toda Europa y ahora con una pequeña parte de los EE UU que nos ha echado el ojo. Las compras de extranjeros rozan el 20%. Como si el Mediterráneo fuera el último refugio para soportar mejor el desastre cuando llegue. Las migraciones empiezan por la miseria y las guerras. A lo mejor a nosotros nos tocará implantar un nuevo modelo: la migración por exceso de riqueza, por mucho que nos cuenten que este enriquecimiento repercute en todos nosotros. La duda es si nos va a servir de algo.

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