Opinión | Parece una tontería

¿De quién es este pelo?

Cuando se enfrió la ironía, pensamos si no estaríamos agitando una especie de avispero. Así era como empezaban las guerras

Hace dos sábados salí a la terraza de casa a manosear la luz del mediodía y, de paso, comprobar si llovía. La intemperie sigue siendo una herramienta útil para calcular si necesitas o no paraguas. En todo caso, al poner los pies en la terraza me tropecé con un trozo de melena en el suelo, lisa y morena. La estudié con una mezcla de inútil arrogancia y desconcierto. «¡Pero qué es esto!», exclamé, necesitado de parecer indignado. Era, obviamente, pelo, pero ¿cómo había ido a parar a la terraza, y a quién pertenecía? Llamé a Marta y le dije «Mira, pelo». Después salió Helena, que bajó la mirada al suelo y obtuvo sus propias conclusiones: «¡Esto es pelo!». Parecíamos genios. A continuación, tuvimos la misma reacción: miramos hacia los pisos de arriba.

Venimos de una larga racha de pisos con terraza. Llevamos ocho años, casi nueve, viviendo en primeros. En este tiempo hemos descubierto toda clase de objetos arrojados. Cigarrillos, plumas, cagadas de pájaro, instrucciones de electrodomésticos, mecheros, calzoncillos, bragas, camisas, toallas, chupa-chups, maceteros, guantes, pilas, bolas de papel,… Nada de esto nos proporcionó especial gozo, aunque el día que cayó la toalla, olía tan bien que me di una ducha y me sequé con ella. A veces me entristecía que no se arrojase al vacío algún fumador.

Pero una melena… Eso jamás había caído. «Los del quinto», concluimos sin pruebas, y, sobre todo, sin necesidad de pruebas. En el tercero vive un matrimonio amigo nuestro, ella rubia, y él con el pelo casi blanco. Descartados. En el cuarto y en el segundo no reside nadie; descartados también. En el quinto, en cambio, cada semana vive alguien diferente.

Barajamos la idea de introducir el pelo en un sobre, escribir «¿Es tuyo?» con nuestra mejor letra, y dejar el sobre en el buzón, civilizadamente. Cuando se enfrió la ironía, pensamos si no estaríamos agitando una especie de avispero. Así era como empezaban las guerras. ¿Y si esa semana le tocaba vivir en el quinto a un psicópata, sensible, además, a la ironía? «La mierda siempre cae para abajo», dijo Marta. Cierto. «Pero unas pocas veces sube», dije, y cité la célebre escena de Cinema paradiso. Llevábamos las de perder, así que recogí el pelo y lo tiré a la basura, mientras recordaba un episodio sórdido que había vivido una amiga hacía años, cuando un día encontró un ratón muerto en su terraza. Hizo lo casi razonable, que fue lanzarlo por encima del muro, a la terraza del vecino. Dedujo que él lo había lanzado primero. A la mañana siguiente, el vecino le devolvió el cadáver. Ella lo recogió y lo hizo volar, por supuesto, a la terraza de él. Así durante una semana, a la vuelta de la cual el ratón no regresó.

El mismo día que encontramos la melena, por la tarde, coincidí en la escalera con una mujer rubia y otra morena. Yo bajaba y ellas subían. Era la primera vez que coincidíamos. Nos saludamos cordialmente, mientras yo solo era capaz de pensar, mirando a la morena, «Bonito corte», mientras ella, mirándome a mí, quizá pensaba «Bien barrido».