Opinión

‘Hic sunt dracones’

Una de las pinturas murales del siglo XVI recién halladas

Una de las pinturas murales del siglo XVI recién halladas / Pere Terrasa

Los dragones no existen desde Juegos de Tronos, ni desde la ornamentación de escudos, cascos, estandartes y cimeras medievales. Los dragones son más antiguos que los hombres y nos han acompañado, de forma pública o secreta desde que el tiempo es tiempo. Había tierras y mares donde vivían dragones y en el interior del hombre habitaba a veces su representación en forma de conciencia tumultuosa e incendiaria. Los dragones, en Occidente, siempre fueron un símbolo de peligro y donde los hubiera, mejor no adentrarse. Hic sunt dracones –‘aquí hay dragones’– decían los mapas. Eran monstruos alados de cola de serpiente, garras de águila y alas de murciélago que, según las crónicas, exhalaban ‘un hedor pestífero’, cuando no un fuego devastador. Los dragones fueron un símbolo del mal y una de las tareas del héroe –que como tal era valiente y noble de carácter y bueno por naturaleza– era acabar con el dragón. Desde los mitos griegos y escandinavos hasta nuestros arcángeles. Los hay que aseguran que la serpiente del Paraíso era un dragón.

Recuerdo que, en los primeros días del encierro pandémico, cuando se nos obligó a abandonar las calles, Daniel Capó me envió el vídeo de una procesión en un caserío del sur de Italia, presidida por la Custodia y por la espada de un san Miguel triunfante sobre el dragón, patrono del pueblo. Aquellas imágenes emocionaban como emocionan el Stabat Mater de Pergolesi, El Descendimiento de la Cruz, de Van Der Weyden o algunas imágenes de Bergman. La gente, en pequeños grupos, se arrodillaba ante la espada, la luz era de una crudeza amarilla, como de tarde de siroco en verano, y una cierta esperanza se abría paso en medio de la oscuridad medieval de aquellos días (que hemos olvidado rápidamente). Recuerdo que ver ese vídeo entonces, fue reconfortante y nos hizo olvidar a los miembros del clero que se vacunaban tramposamente y que no salían de su residencia para consolar al afligido, por no exponerse a la muerte. Aquellas imágenes nos hicieron olvidar ciertas conductas que merman la fe. Y el párroco de aquel pueblo italiano, alzando la espada que mató al dragón, fue el mejor antídoto contra esas conductas.

En la iglesia de Montesión, ahora en proceso de restauración, han aparecido estos días dos dragones del siglo XVI, pintados en los nervios de una bóveda. Ocultos, pero en un estado impecable. El Drac de Na Coca ya puede ir retirándose frente a esos dragones jesuíticos, lo siento por los fans de ese caimán de aspecto innoble y los niños que los siguen como al sonido de la flauta de Hamelín. Los dragones de Montesión son dragones de verdad, no imitaciones venidas de América como polizontes en algún galeón. Y como salidas de la esquina de una carta marítima o estelar del barroco donde anuncian peligros sin número, ante estos dragones surgen las preguntas.

Elegiré cuatro al azar. La primera es por qué los ocultaron y cuándo, si estaban allí para ornamentar los nervios de la bóveda de una capilla lateral de la iglesia. Lo que habríamos disfrutado de saber su existencia y contemplarlos, los alumnos que por norma asistíamos a misa todos los días antes de empezar las clases. Porque si lucen como han aparecido en las fotografías de Diario de Mallorca, son magníficos y nos habrían acompañado el resto de nuestras vidas. Ahora sólo son una novedad sin memoria. La segunda pregunta es si quieren decirnos algo sobre la residencia en que van a convertir el colegio más antiguo de Europa. A lo mejor esos dos dragones han viajado desde el pasado para anunciar que ese pasado se niega a la evolución crematística del edificio. O sea que ojo con las llamas y el hedor pestífero. La tercera es si los dragones han resucitado para impedir el traslado, aunque sea temporal, del cadáver momificado de San Alonso a otro templo. Serían, pues, unos dragones custodios que nos señalan que también nosotros deberíamos impedir ese traslado, como Tita Thyssen impidió la tala de árboles encadenándose en el Paseo del Prado: san Alonso pertenece a Montesión y de Montesión no ha de moverse. Y la cuarta, si guardan alguna relación con China –tan aficionada su cultura a los dragones–, pues ha sido el dragón chino del covid –su pernicioso aleteo sobre el mundo entero– el que nos ha dejado maltrechos y turulatos frente a cualquier peligro que nos aceche, se llame Putin, se llame crisis económica de larga duración, o se llame como lo haga una nueva pandemia.

Creo firmemente que las enseñanzas de nuestra infancia se proyectan a lo largo de la vida y esos dragones, aunque ocultos, estaban ahí y nos vigilaban por algo. Estuvieron ahí contemplándonos a oscuras durante una década a todas y cada una de las promociones del colegio (de las que, repito, íbamos a misa diariamente y nos formamos entre los viejos muros del colegio desde muy pequeños, no en Son Moix como ocurrió con generaciones posteriores). O sea que la duda permanece: ¿anuncian algún peligro esos dos monstruos –por otro lado, maravillosos– que han aparecido en una bóveda de Montesión?

Para nosotros no sé; de momento que le pregunten a Ábalos, que parece esconder respuestas para todo.

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